El “alcance” del ego (la promesa)
Estaba el ogro sentado en su ruca de madera mirando su correspondencia. Y en ella estaba la carta que tanto esperó, en ella donde aguardaban las letras que dirían que de sus letras se habían enamorado y que, aun siendo ogro, sus escritos lo habían salvado de la eterna soledad. Pero el ego del ogro fue descuidado y de su descuido descubrieron su molde cultural prodigioso, ese que construye a todo niño como escalador de árboles, futbolista destacado, galán empedernido y atractivo pensador.
Y así fue como en su carta esperada vislumbrose las palabras que tanto temía. Aquellas que deseó fuesen suyas, sólo representaban el común de un segmento social. Un collage de figuritas recortadas con “la misma tijera” que descansan en sus barbas y en sus callejeras peleas la irrelevancia de su promiscuidad y su eterna inmadurez. Y quién sino otra de las especies deseadas por todos los ogros del bosque fue quien bajó su ego hacia las escalinatas del caminar solitario, melancólico y de manos en bolsillos.
Fue feliz durante los días de espera. Sentía que todo su jardín olía a canela. Que había despertado en la mente sabia y fémina el enjambre de feromonas virtuales viajando a la velocidad de los satélites. Y todo por sus letras, todo por su búsqueda de sueños muy imposibles y muy ajenos.
Admirábase y queríase. Sonreía y achinaba sus ojos. Y de pronto de tumbos al suelo, como en las callejeras peleas o sobre las salvajes olas. Para luego levantarse con una leve sonrisa en el rostro. Resignado, asombrado por su inocencia, apestado de su ingenuidad y feliz por sentir todavía. Sólo deseando buenos augurios para aquella actriz de piel canela que sus ojos guiñó y luego con su mano un taxi paró para alejar su silueta y llevar consigo su sombra.
Pero qué aroma en sus ropas y sus letras. Qué elegancia al andar, al mover sus manos para la fluidez de sus palabras. Qué traje de brillo encandilante se aleja bajo el puente cortado por la lluvia y circundado por los rayos de luz y la fuerza de la tormenta.
Pero un ogro de urbe frondosa no puede desechar su latir de caballero ni sus rugidos del estómago. Cree aún que pudo ser verdad y aliena su retenido ego que a veces es capa de defensa y en otras, como esta, un pasaje a la vergüenza. Seguirá su rumbo de pies descalzos y piedras esquivadas. Sobre arenas de las orillas dejará mojar su rostro por los pétalos de las olas y saciará su frío bebiendo te con canela. Para recordar esa nube de fémino rostro que abrazó su espalda y lo dejó caer por los suelos.
Y así fue como en su carta esperada vislumbrose las palabras que tanto temía. Aquellas que deseó fuesen suyas, sólo representaban el común de un segmento social. Un collage de figuritas recortadas con “la misma tijera” que descansan en sus barbas y en sus callejeras peleas la irrelevancia de su promiscuidad y su eterna inmadurez. Y quién sino otra de las especies deseadas por todos los ogros del bosque fue quien bajó su ego hacia las escalinatas del caminar solitario, melancólico y de manos en bolsillos.
Fue feliz durante los días de espera. Sentía que todo su jardín olía a canela. Que había despertado en la mente sabia y fémina el enjambre de feromonas virtuales viajando a la velocidad de los satélites. Y todo por sus letras, todo por su búsqueda de sueños muy imposibles y muy ajenos.
Admirábase y queríase. Sonreía y achinaba sus ojos. Y de pronto de tumbos al suelo, como en las callejeras peleas o sobre las salvajes olas. Para luego levantarse con una leve sonrisa en el rostro. Resignado, asombrado por su inocencia, apestado de su ingenuidad y feliz por sentir todavía. Sólo deseando buenos augurios para aquella actriz de piel canela que sus ojos guiñó y luego con su mano un taxi paró para alejar su silueta y llevar consigo su sombra.
Pero qué aroma en sus ropas y sus letras. Qué elegancia al andar, al mover sus manos para la fluidez de sus palabras. Qué traje de brillo encandilante se aleja bajo el puente cortado por la lluvia y circundado por los rayos de luz y la fuerza de la tormenta.
Pero un ogro de urbe frondosa no puede desechar su latir de caballero ni sus rugidos del estómago. Cree aún que pudo ser verdad y aliena su retenido ego que a veces es capa de defensa y en otras, como esta, un pasaje a la vergüenza. Seguirá su rumbo de pies descalzos y piedras esquivadas. Sobre arenas de las orillas dejará mojar su rostro por los pétalos de las olas y saciará su frío bebiendo te con canela. Para recordar esa nube de fémino rostro que abrazó su espalda y lo dejó caer por los suelos.