Deambulando. O el acto de anhelar

Despeja, aclara, deja de lado todo recipiente moral. No importa explicar. Más bien sólo la descripción divergente de toda forma de existencia inmaterial determinante de la aldea no humana e intelectual. Hacia afuera o a un espacio con mayor libertad se van las gotas de salino recuerdo y se presenta entonces un cenit de inflexión. Un agujero cuyos aromas se debiesen sedimentar. La ironía rescata la célula que necesita atención. Mas la terapia –de haberla- no posa sus pies en la ironía, sino en la vertiginosa aceptación. En las evidencias de todo elemento que unen las dimensiones de la vida natural y la vida mecánica. Y ha sido un vil triunfo de la moral, de la empedrada edificada de la conciencia social y la respetable seguridad familiar. Ante eso los malos juicios se repliegan y la crítica recula. Mas el miedo es quien en esta confusión opta por desarrollar todo el ímpetu de su instrucción. Y se lleva consigo las fanfarreas y vitoreos de la ejemplar orgánica de la ciudad.
Y quién pudiese algo decir, ¿acaso toda soberana no aclamaría la decisión? Y entonces es que todo se mantiene en el péndulo de la memoria. Pasa a ser parte de los vientos que alguna vez golpearon tu cara. Y no deja de importunar con su dolor. Deseas la alegre vida aún pudiendo ser soñada. No importa cuánto error e indecisión. Todo en una misma esfera empañada de respiros y deseos. Cómo es que incluso una hoja puede huir del agua que la alimenta. Cómo la sed de la piel abandona la vertiente de su emoción. Nada escapa del complejo tejido. Todo puede agredir un valor o transformar un pequeño mundo. Convertir cada sensación en dualidad de vida o en extensa y comprometida proyección. Pero la urbe saca sus garras. Se ve seducida, pero no quiere ser intimidada. No soporta verse confundida y menos irrespetada. Y he ahí que colisiona la ironía y triunfa la sacra e idiotizada normalidad de la vida de cualquier persona. Pero no tengas por ocurrencia decir como aquel lobo vestido de santa oveja que el díscolo amor es más fuerte en la vida. Incluso ya no sería la ironía la contusa, sino tu trascendente humanidad.
He ahora la conciencia diversa, la educación ambigua y la herencia cultural. Aquello que mantiene cada pisada en el fétido olor de cada esquina. Es también una diosa urbana. Una culpable libertad. Una forma de palear el éxodo de pena de los poros y la humana tendencia a extrañar los aromas. Su turno no ha cedido, mas tampoco busca alardear. Su rol se ha cometido y debe abandonar la ciudad protectora. Vino con fuerza y negligente idolatría. Y siquiera un decibel ha podido ocultar. ¿Cómo se unen la nostalgia y los tejidos? ¿Por qué aún no es simple dejar que cada quien pueda transitar y de paso pensar si quiere hacer mágica su vida? Poco importa cuando los espacios son ritualizados por la sana tradición del amor que se traspasa y el cuidado que se financia. E insistiendo se impone que ante eso no hay magia que pueda romper la cúpula institucional. No hay latido que pueda ser oído al interior de sus murallas. Y eso pesa, duele y se transporta. Pero no es muy cierto que no se acepta ni se comprende. Sino más bien no se percibe y se deja pasar. Y en aquello no existe la culpa. Existe la supervivencia material. La tumba de la alegría. El más fiel reflejo de toda herencia moral.
La decisión de quien lleve consigo noches enteras de sólo pensar es siempre justa. Ni un corazón ansioso podría discutir su legitimidad. Los planetas también razonan y entonces lo hará también la inmortalidad de su geografía. Incluso órbitas que se unen pudiesen ya no estarlo más. Y tampoco en eso existe la íntima morada de la culpa, de la valentía, del amor, de la voluntad y la tierna ironía. No se halla morada alguna para quien cree mucho en los ojos. Además mucho de esto poco importa. Pero con el estruendo de la colisión el sonido de los cristales queda en la memoria. Y entonces siempre faltará ese aroma que no quiso ser real.

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