Humana propiedad. Privada pertenencia

Y qué tal si así fuera. Que nada de lo que hacen quienes tú quieres lo puedas saber. Y así debe ser mi padre enseñó. Que nada de lo que los otros hacen pueda importarte, pues nada sabes de lo que ellos quieran hacer. Y la manipulación de la humana propiedad privada come de tus vísceras cuando todo quisieras saberlo, incluso la dirección de los ojos o hacia donde gira su mente cuando deja de pensar en ti. Pero eso no lo puedes hacer. Eso no puede pasar.

A veces la moral tanto más cotidiana que educativa trae tu cuerpo de vuelta a las mazmorras de la urbe y al molesto calor que emerge de sus calles. Y esa humana privada propiedad que en tu mente se forja tienta al deseo de todo querer saber de algunos que tú quieres. Eso no debe pasar. Aunque la vergüenza de una noticia siempre hable a tu oído protestando por tu inocente estupidez. Incluso eso no debe pasar. Nada debe importar aunque parte de tu cuerpo o tu vida o tu ser quieran sí pertenecer al espacio tras las rejas que dejó la construcción educativa.

¿Realmente tan inquebrantable es ese muro de contenidos y cariños que el cuerpo siempre abraza, que siempre termina por implorar?

No, nada de eso puede pasar. El centro de tus ojos pertenece a otro espacio que es también vida. Que no sonríe con su verdad al sedimento que dejó la humana educación y toda aquella subjetiva infesta de inocentes criaturas que rodearon y aún rodean el espacio de tus caminatas y la esperanza que fue crecer y seguir pisando arenas y –a veces- una avenida.

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