La inflexión
Episodio dichoso. Culmine punto de un proceso que no cayó en la displicencia. Sí en las dudas y en la afrenta temible de emprender una vida bajo la compañía de un corazón con féminas caderas y suave existencia.
Sucedió que fui por ella. A su lugar de trabajo. A su hora de salida. A buscarla para llevarla a su cama. Para aspirar de su aroma. Llevarla conmigo luego de saciar de su piel.
Así siempre lo fue. Toda sed acumulada de meses o semanas lo apaciguó con sorbos desde mi cuerpo. O yo desde el suyo. Una dependencia escurridiza que ocultó su sublime rostro y supo cuidarse entre las paredes vulgares de la urbe. Por cerca de un año de vida. Bajo sucesivas salidas de luna llena. Todo un ciclo animal. Una danza de aromas y líquidos untados de ternura. Protegidos en el cubil que formaron los cuerpos.
El fin de mi deseo estaba en abrazarla. Hacer de su espalda una sola existencia con mis brazos. Llenarme de sí para la sobrevivencia. Yendo a su vida con la intermitencia que permite sólo una verdad entre todas las realidades. Conociendo su felicidad. Llevando la mía. Experimentando su exquisita complacencia. Viviendo un trozo de verdad entre muchos días de olvidada y bloqueada extrañeza.
Sucedió que al ir por ella –habiéndole disgustado antes- su piel sacudió su alegría y su corazón demandó la cautela. De su boca admitió no aguantar ahora nada de lo que había. Que nada diría para no dañar mi mudez y los ojos de canino bajo hambruna. Pero que debía abandonar su vida. En ese lugar debía voltear. Irme y respetar. Guardar su mirada siempre franca y absorber su rechazo. Otorgar título de realidad a todo aquello que temía. Que yo sí temía. Y entonces hice lo que correspondía. Dejé ese lugar. Incluso dejé su vida.
Fue entonces que las olas al romper hicieron variar el curso de la vida que tuve y que tampoco podía soportar.
El aire corrió entre la noche, pero mi vista advirtió luz de día. Y ella estaba tras mi espalda. Impidiendo lo que era mi partida. Esbozando la ocasión perfecta para volver a su mirada. La oportunidad implorada de no perder su vida. Entonces hicimos lo que correspondía.
Se produjo una explosión luminosa, pero inofensiva. Luces bajo cristal perceptible en paralelos distintos a nuestros ojos. Una emergencia de energía consecuencia del choque de dos vidas. Y he ahí el cénit. Un haz de luz en el espacio en medio de la bohemia de la urbe. Un baño de felicidad. Combustible para los órganos internos. Lava de ternura. Incandescente verdad esculpiendo las calles con los destellos de los cuerpos.
La serie fotográfica de ese episodio es el punto de inflexión. El curso feroz de agua que varió la trayectoria del destino. Que llenó de aire mi vida.