Un sendero
El oficio de la mano con la magia cotidiana. Llevando atrás el tiempo para encontrar imágenes y olores. Que formen éstos trozos de cosas que se piensan. Para atesorarlas. Que se unan en dosis de estima. De cierto hedonismo. Egolatría. También magia. Y absoluta felicidad.
De esa que agarra los sentidos. La química. La mística. Lo corporal.
Esas alas de aves sí llevan la escritura legítima. El hacer una actividad de libre hacedor y pensador. Porque así lo propone el cuerpo. Porque es verdad pura que la humanidad sí necesita. Para aceitar la cabeza. La imaginación.
De esa que es honesta. De paso instruida. Y situada en un contexto. Y entonces a veces medio ilegítima.
El mar muy cerca. Un ruido eterno de miles de historias que contar. Mar donde se busca la propia vida. Sonido que envuelve en compañía de la oscuridad. Con música urbana. Olor a hierbas. A piel quemada. A mezcla de salivas. Aroma a mentes perturbadas cuyos sentimientos son su única verdad.
De esa imagen proviene la fuente más fértil de este anónimo y a ratos avergonzado oficio.
El paso de cinta de video alojado en neuronas adaptadas para ello. Herencia de cogniciones. Que sirven para no olvidar. Y pertenecer a una pizca de urbana presencia. Como aquello que designa un cable a tierra.
En la oscuridad Natasha es mí hembra. Magna compañía que derrite las ventanas. Que embellece el lugar. Que aparta el frío de los pensamientos individuales. Un calor que empuja a ser responsable. A descansar alojado en honestidades.
Su piel…