Arribo

¿Y dónde está la mentada tranquilidad? ¿La satisfacción y la seguridad? ¿Y no es acaso que salir de la ciudad te permite respirar? ¿No debía ser un retorno colmado de energías? ¿Cómo entonces, lejos de eso, llegó a ser solo un cúmulo de sangre que pide expulsión? ¿Que viene a liquidar?

Escapando de llantos soñados. Imágenes neuronales que vaticinan magros instantes vitales. O quizás también la urgencia vital de plena alegría. De dosis diarias de prosperidad.

Y así despertar helado. Golpeado. Sangrando de forma invisible. Con miedos. Torrentes de preguntas. Culpas que batallan a las respuestas. Malestar estomacal. Asumiendo la presencia de un enfermo. De un ser que aún no puede salir corriendo. Que no logra pedalear.

No como Ariel Roth[1], a lo menos.

Lo que grave se torna en la urbana actividad.

Paralelo es cierto brillo de sol de verano. Fino como el reflejo del mismo en el mar. Una luz y un abrigo. Un polerón vitamínico. Una voz segura que milenaria repite hace todo lo que debes, lo que necesitas y lo que quieras. En propiedad, has lo que deseas.

Sin embargo el recorrido cuesta. Se hace tarde. Y quizá no todo pueda pasar.

Aun así ir a nados hasta que se pierdan las fuerzas. Hasta que no se pueda más. Hasta dejar de respirar. Sea tal vez una gloriosa experiencia. Un evento real.

¿Y quiénes son entonces quienes te acompañan?    





[1] Velódromo, de A. Fuguet.

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