Vacíos


Situado. A pura pelea. A puro reclamo. De calmo nada. Tenso en horas claves. Declamando funcionalidad. Demandando atención, cariño y amor. Nunca tranquilo. Apestado de la urbe. Memorizando hasta los ruidos. Queriendo salir por cualquier puerta o ventana. Deseando llegar a un lugar con sol y brisa de mar. Donde sonría. Donde por más de tres días se pueda ser feliz. Se pueda al menos aspirar a vivir.

Solo hoy. Así. Tal cual. Sin nadie en quien confiar. Sin personas a las que se pueda molestar. Sobreviviendo. Nada más. Respirando, sí, por inercia. Por costumbre cultural. Y por necesidad biológica.

Miro y nada hay. Solo vacíos departamentos. Una luz que brilla desde el mar que cautiva lo que pueden ver mis ojos. Y miro más allá para encontrar lo que deseo. Y sin embargo las personas guardan sus cabezas. Se ocultan. Abandonan. Dejan que se transite por la vida con una suerte individual. Y así a nada pertenezco. A nadie. Solo a una historia. A un destino que nunca terminará.

Vacíos son más que las anécdotas. Fotos no tengo que grafiquen lo que siento. Me cuesta respirar. Seguir de pie. Asumir que todo será para bien. Y me pregunto así qué significa la palabra ‘bien’.

De haber una imagen o una película. Es solo la mía. La que edifiqué peleando con quienes me rodearon algún día. Me carga que me abandonen. Pero también aprendí a abandonar. A dejar sin mirar atrás. Solo porque no entiendo de qué sirve entregar si nada va a perdurar todos los días. A cada momento. Y en todo lugar.

Y sí es egoísmo. Es incluso cierta individual idolatría. Apestosa por lo demás. Pero funcional cuando nada se tiene y todo se tiene que lograr. De pequeño si temía, debía calmar. Si solo estaba, debía entonces comer igual. Si no quería estar, debía encerrarme, pero mi pieza puerta no tenía. Y entonces el cerrojo siempre fue virtual. No había ventanas trabadas. Sí un rostro que no emitía expresión ni palabra. Menos alegría. Sabía jugar. Con mi cabeza. Con la mirada. Con las letras que encontraba en hojas que leía. En divagaciones que escuchaba. Pero no compartía. Me defendía. Me ganaba las cosas que adquiría.

Y mientras a hablar aprendía. También aprendí a olvidar. Para que siempre pudiese seguir solo. Así como me habían enseñado a respirar.

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