Víspera de carnaval
Se viene a la mente ese viaje.
Uno de los pocos. Los veranos “comunes” del norte chileno. Entre las selvas
bolivianas. O la ruta Puno – Machu Picchu. Que, espero, hayan asfaltado. Lo que
es probable, a estas alturas, dado el crecimiento de Los Pumas peruanos. O Los
Cóndores de la segunda década del XXI. Extraño es que las selecciones de
rugby de Argentina y Chile llevan los mismos nombres.
Pero bien. Apenas trabajé un mes
en la bodega de mi padre. Que era nuestro patio –además-. Casa en la cual
también el living-comedor fue una bodega. Y él accedió a pagar de sueldo justo
la plata que requería. Típica clase media entero de esforzada de la sociedad
nortina chilena.
Un amigo –Claudio Fernández- se
unió al viaje. Puso menos plata. Pero era talento seguro. Sabría viajar. Y, por
supuesto, yo no imaginaba pasarla mal. Ya en la terminal, dos piteadas al caño
y emprendimos a Cochabamba (qhucha=lago
y pampa=planicie. Quechua). Una urbe boliviana. Atravesando Tambo
Quemado en el paso de frontera. Bacán. Ni prisión ni memoria. Directo a la
libertad más cercana.
Casi no recuerdo la ciudad. No
por inconciencia. Sino por la corta estadía. Era grande, nada más. Y salimos
directo a Santa Cruz de la Sierra, la Viña
del Mar de Bolivia. Y no es ironía. Una amplia urbe latinoamericana.
Latina, latina. Bellas mujeres tipo
europeas en convivencia con la clase indígena. La más occidental de las ciudades
bolivianas. Grande. Húmeda. Cosmopolita.
Por la noche fuimos en busca de
cocaína. Para salir de la duda. Pero sin olvidar observar la ciudad y enganchar
con la onda cruceña. Que la tiene.
Tercermundista, pero ahí está. Igual te mete ganas. Unos cruceños nos enviaron
a una avenida extensa que en esos días prendía. Nada especial. Solo se
carreteaba. Se iba en auto. Se jalaba sobre la guantera y podías tirar en los
asientos de atrás. Cuicos los cruceños. Eso de que el chileno va a ganar allá no se reflejaba. No a esa hora y en ese
lugar.
Unas cruceñas –había que comenzar
a jugar- nos dijeron que fuésemos a la plaza en la calle de atrás. La cuadra
siguiente, paralela a la avenida. Y allá fuimos a dar. La plaza vacía estaba.
Realmente pelada de personas. Nada sucedía. Pero una voz nos atendió. Y una
cabeza –un rostro- bajó de las ramas de un mediano árbol. Tal cual. Como
vampiro en siesta. Pies arriba. Nos dio mucha risa. Pero respetamos la
estrategia. Mal que mal, el murciélago,
vendía cocaína. La hizo corta. Se cobró. Y entregó la mercancía. Cuatro gramos
y algo de la sustancia más consumida –por los extranjeros- de Bolivia. Genial.
Nos fuimos a un pub, porque las
cruceñas de la movida ya no estaban. No
mucho tuvimos que caminar. Todo pasaba entre cuadra y cuadra. Que allá, en
realidad, son trozos de los anillos. El
orden urbano-espacial de la ciudad. Y llegamos a un antro de pseudo artistas.
Una pieza blanca rayada completa con los más horrendos y profundos pensamientos
de foráneos y bolivianos. Pero pintada –con cierta calidad- en un rincón al
costado de los baños. Allá fuimos –cerca, por la pintura, además- y nos sentamos
en una mesa. La cruceña que atendía dijo que la pintura era chilena. O sea, que
un chileno que pintaba la dejó de regalo para la dueña del local. Esa onda. El
tipo se la tiraba y le dedicaba su arte. Luego, cuando se iba el pintor, ella,
se deprimía. Y esperaba que volviera el galán. Que –además- era de Arica.
El DJ del lugar algo de interés
tenía. La verdad, era interesante lo mal que mezclaba. Pero se movía como en un
Love Parade alemán. Juraba que la llevaba. Y, en todo caso, había gente –en su mayoría
mujeres- que lo seguía. O que por lo menos bailaba. Se movía. Nosotros, mi
socio y yo, luego de unas pilseners cruceñas, preferimos irnos del
local. Si nos íbamos a intoxicar, la electrónica no apetecía.
Fuimos a una calle central a
mirar morenadas. Danza de Los Morenos
altiplánicos de Bolivia, donde los bailarines se disfrazan como negros con
máscaras. Un baile de pura identidad que hacía que la mayoría de transeúntes se
pusiera detrás de las filas –de personas- y se pusieran a danzar. Claramente,
pretendimos bailar. Terrible de turista. Pero la ya alta dosis no nos permitía
mover el cuello ni las piernas. Menos la cintura. Entonces hubo que escapar.
Huir de la vergüenza. La vergüenza de no saber bailar en Santa Cruz de la
Sierra. En Bolivia. En Latinoamérica.
Caminando decidimos mirar –por
fuera- algunas iglesias. Qué otro panorama más genial. Como tapeboard –durísimo- mirando símbolos de
la opresión católica sobre la cultura andina. Toda una cátedra de almas
perturbadas. Iglesias que igual se ven algo bonitas. A lo más, tiran pinta.
Portan historia. Obvio. Pero además, en la cosmovisión andina, dejaron la patá.
Qué paradigmática la iglesia católica. Si no existiera, la humanidad ya habría
visitado otros planetas.
De la iglesia más antigua de la
ciudad, según un lustrabotas que también vendía marihuana, nos fuimos a una
plaza central. No sé si La plaza de
Santa Cruz. Pero era muy amplia y estéticamente ornamentada. Allí conocimos a
dos mujeres amigas. Una argentina que mangueaba
en el piso con aros de alambre y pulseras de macramé, y una chilena medio coja
que hacía malabarismo. Clavas, para ser preciso. Esta última quería con mi amigo,
pero su pierna más corta le hizo recular. La dura. Con ellas –luego de
conversar, carretear y alojarnos en la misma hostal durante varios días- decidimos
ir a Oruro. En pocos días más sería carnaval.