En el piso
La incomodidad parte por el
estómago. Me perdí. La perdí. No está. No estuvo. Ahora camino sin rumbo. Con un
destino incierto. Y vuelta entonces al sendero que tan lejos no terminó. A aquello
que eternamente fue la vida. La de siempre. La real. La que no cambiará por
mucho que se pida.
¡Qué historia! Cuando buscas
tranquilidad los pisos candentes atormentan. Las llamas mismas no te sueltan. No
dejan escapar. Se aleja la sonrisa. Una persona queda confundida entre miles
más.
Golpes. Insultos. Como si sentir
no importara. Como si buscar y buscar no desgastara. Cansancio. Cúmulos de
pensamientos que aplacan la voluntad. Los deseos de estar. De Ser en el
corazón de una persona.
Y afuera la clandestinidad golpea
las puertas y pide abrir las ventanas.
¿Qué hacer? ¿Lo de siempre o lo
original?
¿Llevar los latidos a las montañas
o vivir como en una ciudad? ¿Sin sentimientos? ¿Sin emociones? ¿Sin amor?
Intento ser de un clan. Lo prometo.
Como destino sería ideal. Que importara. Que atenciones tuviera. Que no me
abandonaran. Que pudiese aguantar.
Y así…
En la sangre llevo soledad. La mía
y la de quienes me fabricaron. Pegada está. Como la piel a eso que es el alma. Y
es frágil la necesidad. Se acobarda. Se deprime. Huye para no soportar. Para no
respirar bajo el agua. Para no quemar las ganas que aún quedan de volar.
Qué difícil es portar un corazón
cuando el cuerpo no lo soporta. Cuando la sangre quiere explotar. Ir y no
regresar. Esparcida. Regada. Impregnada en el piso de una calle solitaria.