En San Pedro
Estaba sentado en una pequeña loma. De tierra dura. Tierra mojada. De
frío. De lluvia. Estaba sentado tirando una piedra al camino de tierra y
piedras. De ripio rural. Pensaba que estaba enamorado. Que quería estar
enamorado. Que había soñado con ese momento y sentía por dentro lo mismo que en
su sueño.
Luego fue llamado por su tía y su mamá. Se paró. Miró los árboles de
membrillo. Y se fue. Había comido como quince membrillos ese día. Pero su guata
no iba a parar.
Cruzó el paso sobre la acequia. Esquivo las abejas y llegó a la casa
donde lo esperaban. No tomó sus juguetes. Miró. Vio un ratón cruzando bajo el
baño y recordó que de niño juagaba siempre en esa misma agua. El agua de la
acequia. Justo debajo del baño. Por donde corría el roedor.
Se fue con su tía. Un tío y su mamá. Tomaron el tren al otro pueblo.
Un pueblo más bacán. Pequeño con partes de ciudad.
Solo se fue en medio del vagón. No había de qué hablar con su
familia. El único que lo entendía era su tío. Pero otro. No el que lo acompañaba.
Uno menor.
Su tía era la hermana mayor de su mamá. Nada más. Nada más era. Nada
más hacía. Y su mamá… bueno… su mamá. Qué podía esperar de ella. Hasta poca
costumbre tenía de decir ‘mamá’.
No había ‘personal’ (stereo), pero sí música en su cabeza. Tenía
letras y melodías. Las cantaba. Las pensaba. No las decía. Nunca decía nada. Se
dedicaba a mirar niñas. A urdir peleas. A pensar cómo dejar esa familia.
Se paró en medio del vagón y se fue justo a una de las puertas. De
niño siempre se creyó bombero. O basurero. Cualquiera que tuviera que colgarse
para trabajar. Se puso de espaldas ocupando dos escalones. Sus manos fueron a
los fierros. Al lado de la puerta.
El tren pasó sobre un puente. Y la puerta se abrió.