La otra cárcel
Se fue solo por una vuelta a la
ciudad. Como quien dice a estirar las
piernas. No podía más en esa pieza. Que, aun junto al mar, parecía una jaula
en esa etapa de su vida. Ni los gemidos podían colorear las paredes o ventilar
el ventanal.
Y salió. Mas no solo, sino con su
amigo. Con el socio que venía llegando de su turno fuera de la ciudad. Ganando plata
en la minería. La explotadora, contaminante y poderosa minería.
Caminaron juntos por calles
vacías. Ni personas ni ruedas junto al mar. Porque en esa ciudad todo está
junto al mar. Personas perdidas aparecían. Caminaban con esas piernas sin
alimento. Con esos ojos grandes de tanta pasta que se ponen a fumar. Nada decían.
Solo pasaban. Reptaban. Deambulaban en la ciudad y en su propia vida.
Ambos solo caminaban. Ni una
palabra decían.
Llegaron a ese bar. La otra
cárcel de esa ciudad. Ese lugar de poca vida. Donde nadie vale los sueños que
exalta. Donde ninguno es clase alta. A lo más media. Pero todos quieren
destacar. Algunos hablan. Otros hablan mal. Otros mueven su boca. También su
pera y su garganta. Se mueven y balbucean. De tanta coca en otro idioma
comienzan a pensar. A hablar. A respirar.
Y se une la fémina. Encargada del
local, de su hija y de su vida de soltera. Se une a expresar lo que desea. Lo que
aspira. Todo lo que trota para mantener su línea. Ese cuerpo que esconde la memoria
extensa de años de vida. Y que sigue guardando una lasciva sensualidad. Sus ganas
de tirar. De ser una perra en manos enemigas. Por eso sonríe. Por eso se
ilumina cuando suplica una mirada. Cuando pide que alguien la lleve a pasear. De
todas formas se ve linda. Curtida. “M.i.l.f”. Madura y experta en aquello que es
la vida. La urbana vida de una chilena aspirante a profesional tardía.
Así como solo salió solo volvió a
su casa. Pues su socio de la minería se fue con la fémina encargada del local. A
cabalgar encima. A cumplir el sueño que la urbe pedía en esa otra cárcel de la
ciudad.
¿Y acaso la vida de las personas
tendrá importancia?