Desierto de Atacama
Han pasado casi nueve meses. Ella
dijo hace unos días que nueve meses iban a cumplir juntos en esa segunda
oportunidad de sus vidas. Genial. Enamorados de más. Para celebrar hay que
viajar. Es un plan de toda clase emergente oficial.
La invitó a San Pedro de Atacama.
El Portal chileno. La Puerta de los lagartos. Reyes o no. Da igual. Y ella
aceptó encantada. No conocía el lugar. Quería estar ahí y sentirse relajada.
Amada. Familiar. Quería, además, ser cabalgada en altura.
Dos noches después de ese día tomaron
un bus a Calama. La ciudad de los suicidios. Por lo menos su tasa más alta. Se
fueron en Kenny a siete mil cada pasaje. Con dos choferes y un auxiliar. Un
baño hediondo al final. Pasillo tercermundista. Feo. Funcional. Pero nada
importaba. Enamorados están y se besan cada tres minutos apenas salen de la
terminal. Se besan y se tocan las partes bellas del cuerpo. Se juran amor
eterno.
El auxiliar tuvo problemas con un
caballero borracho que viajaba en el asiento treinta y cuatro. Él se sacaba los
zapatos todo el rato. Y tenía un olor a pata infernal. Traía todo el bus mal
pasado. Con una patada a pata en un
lugar con muy pocas ventanas. Una verdadera lata.
En ese momento no se besaban. Él
más bien reclamaba. Hablaba alto todo lo que pensaba respecto de esas patas.
Del mal olor. Del rol de la empresa de buses y de la ineptitud del auxiliar.
Ella lo escuchaba y reía. Le divertía la reacción de los demás. Los pasajeros
que vienen sufriendo todo aquello cuando aún faltan tres horas para llegar a
Calama. CCL la suicida. La ciudad más fea de una nación millonaria.
Al cabo de un rato todos dormían.
El señor de los pies, el auxiliar y todas las personas sentadas que no
manejaban. Mientras, ellos se besaban y se corrían sus manos entre las ropas.
Se chupaban la piel que podían. Y seguían riendo de todo lo que pasaba. Genial.
En la carretera. Bajo estrellas. En un cielo de verdad, no como el de Santiago,
la capital.
Esos cielos son los del norte.
Los de Atacama. Donde está la magia. Y las empresas astronómicas. La
institución que nos llevará más allá de la luna. Igual cerca. Ni tan bacán la
cosa.
Casi llegando a la ciudad eran
las seis cuarenta de la mañana. Despertando adoloridos. Ellos se miran y
sienten otra vez una profunda patada olfativa. Una afrenta a la respiración. Lo
peor que puede pasar en un bus cerrado a esa hora la mañana. El bus completo
olía a caca. A heces humanas esparcidas en un baño no acondicionado para tal
fertilidad. Qué lata. Pero lo mejor recién comenzaba.
El auxiliar apareció en escena.
En el pasillo en realidad. Ofuscado. Molesto y contrariado. No caía de su
vergüenza. De su impresión e incomprensibilidad. Traía un balde en su mano
derecha. La otra la ocupaba para secar su cara. Porque a pesar de la hora, del
frío de la mañana, el señor transpiraba. Sudaba la gota gorda con pasajeros de
esa calaña. Y ellos, los tortolitos que iban a San Pedro de Atacama, reían. Y
se tapaban la nariz para no respirar.
El auxiliar se paró frente a
todos. A todos hizo despertar. Nos miró a la cara. Él en medio bajo el
televisor no dejaba de gritar. Todos oían. Oíamos lo que él decía. Lo que
demandaba. Lo que suplicaba considerar. Nos retaba. Con cuática. Con pasión.
Con alevosía. El tipo se enojaba y lo hacía saber a los demás. ¿Cómo podía
alguien cagarse en un bus y no limpiar los restos de su obra? ¡Más encima
esconder su fechoría y no hablar! Qué vergüenza. Una cagada. Y a la chilena.
Gritó el auxiliar todo lo que
pudo. Desarrolló un verdadero y sentido sermón. Nada se guardó. Todo lo dijo.
Recordó su infancia y su soledad. Las enseñanzas de su madre y sus hermanas. La
necesidad urgente de que el autor de la obra reconociera su acto y apareciera
entre las personas que iban sentadas. Que tomase el balde con agua y lo tirase
para limpiar. Que por favor lo hiciera. Ahora. ¡Ya!
Pero, como era de esperarse,
nadie dijo nada y el auxiliar tuvo que limpiar la cagada. Mientras, ellos ya no
reían. Generaban empatía con el auxiliar. Sobre todo ella. Mandada hacer para
la empatía. Aspirante por esencia a psicóloga. Moderna. Bella. Sexy. La mejor
de las compañías. Él la oía. La admiraba. Además reclamaba y aún no podía
respirar.
Una vez en Calama las cosas
cambiarían. No había malos olores ni personas desconcertadas. Tomaron de
inmediato un bus a San Pedro de Atacama. Un bus genial. De pasaje caro, pero de
calidad. Capitalista y liberal. Se besaban. Miraban las estrellas. Sonreían…