Reina del Tamarugal


La Tirana. Pensamos en ir allá para salir de cierta rutina. O para no caer en ella. Ir para variar. Para cambiar el aire y las imágenes. Yo aproveché de ir a rezar. De pedir a la chinita una ayuda laboral y, de paso, espiritual. Debía tragar mis palabras pasadas. Esas palabras ateas que hoy se ven difuminadas.

Abordamos entonces un taxi. Mejor que ir en bus o un micro. Para un viaje de casi dos horas mejor es no respirar el olor de un bus. De baño de bus. Y mejor es no sentarse en un asiento de micro. De esos que trizan la espalda. Que destruyen el coxis. Que no te permiten estirar. El taxi era feo y chico. Viejo y con mal olor. Lo único bueno fue ser más rápido. Y lo peor de todo el conductor. Un joven de ascendencia indígena sin audacia de piloto.  

La ida –la subida- fue normal y pausada. Llena de autos baratos de segunda mano intentando adelantar. Todos peregrinos. Devotos religiosos de la madre del norte chileno. La virgen de La Tirana. Iban camionetas llenas. Atestadas en la maletera y la parrilla. Buses y camiones. Uno al lado de otro. Micros con personas cabizbajas albergando esperanzas. Yo miraba hacia afuera. Por la ventana cerrada intentaba no dormir. Miraba acomodando mis rodillas. Y de paso miraba los pechos de la doncella que me acompañaba. La más bella compañía.  

Ella y yo íbamos en los asientos de atrás. Delante –de copilota- una señora que estuvo todo el viaje leyendo el diario local. Nada interesante. Solo mentiras y crónicas de periodistas que no saben redactar. Al lado nuestro. Un pendejo. Un representante de la adolescencia nortina chilena. Una planta de bajo coeficiente intelectual. Mp3 en la mano. Cada tanto cambiaba de pista y movía la cabeza como fan de banda metal. Iba de short y chapulinas. Y portaba sendos cañones sobre el labio que emulaban una incipiente barba descuidada. Eso sumado a la acné, hacían de este ejemplar una persona muy normal. Odiosamente normal.

De paso por un pueblo cercano –Pozo Almonte se llama el lugar- devotos peregrinos se dirigían caminando a La Tirana. Esperábamos ver personas de rodillas ensangrentadas con velas en las manos. Pero al parecer la devoción ha evolucionado. Todos iban de pie. Con sombrillas. Bloqueador. Mucha agua. Mochilas y buenas zapatillas. De esas para peregrinar. Y cada cierto tramo se encontraban con voluntarios que les servían más agua y cualquier tipo de ayuda. Todo sea para llegar. Fue grato ver a esas personas. Caminando por el desierto uno se encuentra. Y –creo yo- esas personas se iban a encontrar.    

Pero mi interés estaba en ella. Mi doncella. La reina más bella. La culpable de la idea de viajar para no sentirse ahogada en la ciudad. Y yo como buena pareja. Accedí a la mejor de las ideas. La de viajar. La de ir a La Tirana para besarnos en tierras lejanas. Para verla bajo el sol del desierto que siempre está más cerca. Para ver su piel brillar. Para verla caminar transpirada con poca ropa. Una belleza celestial. Y en un contexto como este, hasta religiosa.    

Cada tanto en el incómodo taxi besaba su boca. El olor de su boca me enamora. Huele a piel linda. A piel joven. Besarla me excita y lleva mi mente a su vulva. No puedo dejar de besarla. De estar cerca de ella. Si hasta vivir dentro de ella quisiera. Habitar en su matriz. Cada día y cada noche sin podernos despegar.   

La llegada fue calurosa. Ni tan caótica. Muy normal. Nos bajamos antes del “paradero” para ahorrarnos la aglomeración de personas. Decidimos buscar un baño para cambiarnos de ropa. El sol estaba muy cerca y el calor aumentaba al caminar. Además había muchas personas. Muchas en realidad. Tal parece que en esta fecha Iquique se despoblara. Ideal para carretear.  

El baño fue una suerte de servicio de comunidad. Un tocador consensuado. Un acuerdo tácito para mear y cagar. Ubicado dentro de una casa particular, una viejita cobraba $250 por ocupar el habitáculo. Había tres para damas y un baño químico azul para varones. Discriminador en realidad. Afuera un señor joven tiraba un balde con agua a cada salida de una persona. Sea dama o varón, su actividad era igual. Él era el estanque, la cadena. El evacuador humano de la deposición local.

Mi reina en este baño cambió su ropa. Se desabrigó. Vistió de short, sandalias algo altas y una polera rosada muy pequeña que la hizo ver espectacular. Una joven diva regional. Ombligo con piercing, piernas trabajadas, hermosos pechos, un bello rostro cuidado con bloqueador, sombrero y lentes de sol. Turista peregrina que se llevó todas las miradas. Incluso los más devotos pretendieron con ella pecar. Yo la cuidaba. Fui su guardaespaldas a punto de asesinar.        

La plaza y la iglesia son dos monumentos tradicionales del lugar. Bellos. Malgastados y poco mantenidos. Pequeñitos, pero bonitos. Atestados en estas fechas por el clamor popular. La devoción que llena lugares que luego se despueblan y solo son ocupados por los habitantes del lugar. De paso por la plaza caminaban diablos sueltos, caporales, osos, princesas y reinas. Una reina en particular fue la más hermosa del lugar. Acompañada de un embobado pololo sudamericano que no dejaba de mirar su espalda para saltar sobre ella. Y cabalgarla de noche y mañana.  

Los peregrinos concentran su andar entre la plaza y la iglesia. Algunos van a una feria que más parece muladar. Pero la mayoría viene con la fe intacta y las patas negras de tanta tierra. Los bailes aquí figuran. En la plaza central de La Tirana. Bajo un orden tácito se organizan para bailar y bailar y bailar. Y las bandas de bronce que los acompañan no paran de tocar y tocar. Gordos transpirados en los bombos y cachetones sudados en los vientos. Los más jóvenes en las cajas que, por suerte, en este lugar dejan la guerra y tocan a la paz.

¡Y arriba quemando el sol! Como dijo Violeta Parra.

El calor es contradictoriamente infernal. Pero estamos en fiesta santa. Así que con alegría se aguanta. Y si no, se saca uno la ropa. Como lo hizo mi reina. Que con su polerita rosada me dejó aún más enamorado de ella. No de su polera. Sino de lo que hay bajo ella. Y más allá de la misma piel que la enmarca. Porque mi reina es bella. Por dentro y por fuera. Bella de verdad.

Entonces decidimos entrar a la iglesia. Yo debía suplicar por mi calidad de vida. Agradecer por la mujer que me acompaña. Pedir por mi papá y mi hija. Y de paso recordar un poco a mi mamá. Mi reina no sé si iba a rezar. No creo. Pero asumo que algo pediría. Por su mamá, su hermano y su hermana. Su sobrino. También por su papá. Espero yo que rogara por mi compañía eterna. Y si no, la acompaño igual.

Pero algo pasó en la entrada. Ella fue discriminada. Invitada a no pasar. A abandonar la entrada de la iglesia por pagana y mal vestida. ¿Mal vestida? Si estaba bella como una reina. La mismísima Reina del Tamarugal. Gorro, lentes, polera, short y chalas. Espectacular. Si hasta Dios se enamoraría de ella. Tal vez dentro de la iglesia el mismo Jesús bajaría de la cruz para invitarla a cenar. Y yo lo hubiese tenido que golpear. Pero nada fue posible. No hubo reflexión que sacara a los puritanos de su insana imposición: ¡A la iglesia no se entra con short! ¡Y basta! Yo fui escéptico. Creí que no podía entrar por su estampa de “mijita rica”, pero la verdad nadie en short entró a esa iglesia. Ni las lindas ni las feas. Y eso que el sol pegaba como madre histérica. Mala cosa. Mala jugada de la fe nortina pasada de moda y fuera de lugar. Así que no entramos. Ella insistió en que yo entrara igual. Pero uno que es buen pololo se queda con su reina en la entrada no más. ¿Qué saben de amor en la iglesia católica? Si cuando uno ama ni short lleva puesto. De hecho no lleva nada. “En pelotas” es la mejor forma de amar.      

Siendo tierra santa –aunque sea por una semana- La Tirana no se salva de las plagas urbanas. De los males de la sociedad neo-liberal. Ahí estaban los “macheteros”. Verdaderos Judas modernos poseídos por más de un demonio. Profesionales del asalto respetuoso que juntan plata para tomar más y fumar más. Cosa que no voy a juzgar como práctica. Pero que no pidan plata a los demás para su habilidad. Mala cosa los “macheteros”. Lo peor es que terminada La Tirana bajan a Iquique a seguir con la demanda. Y nadie se salva de estos insectos. Bajan ellos y la feria. Las dos cosas más feas de este lugar. Bajan a plantar su mierda a la ciudad junto al mar.

Ya pasada la tarde nos dio hambre. Quisimos comer algo. Almorzar. Engañar las tripas para mantener la fe intacta. Buscamos entonces un restaurant. Uno bueno, limpio, que tuviera, a lo menos, una mesa vacía. Y que quien atendiera no fuese una vieja amargada. Luego de mucho caminar dimos con una mesa dentro de una casa acondicionada como restaurant durante los días de fiesta popular. Logramos conseguir la mesa. Un señor y su pareja nos la cedieron luego de ellos almorzar. Buena onda el caballero. Buena onda también su vieja. Su pareja, claro está. Hicimos el pedido al señor del mesón. Un abuelito medio sordo y muy feo. Seguro lo dejan ahí para que no moleste en otro lugar. Luego de gritar lo que queríamos nos fuimos a sentar. Por fin en una mesa. Una mesa horrible. Hedionda. Sucia. Con individuales flaites comprados en una feria como la que había un poco más allá.

Pasaron casi cuarenta minutos y llegó la comida. Nuestro pollo con ensalada y arroz. Claro que en vez de arroz trajeron papas fritas aceitosas. Y en lugar de pollo más bien llegó un pichón muerto quemado por las brazas y por el sol. El peor pollo de un almuerzo. El alimento más duro que nuestros dientes hayan conocido. Pero con el hambre incluso un pollo como ese parecía un manjar. Y nos lo comimos igual. A duras penas. Pero con ganas. Con ganas de abandonar el lugar.     

Las máscaras de la diablada son una maravilla. Han evolucionado en su estética. Ahora son más grandes y tenebrosas. De ojos hinchados y lenguas puntiagudas. Incluso algunas poseen pequeñas luces de neón. Son geniales las máscaras de los diablos. De los bailes y los sueltos. Son la atracción infernal de una fiesta religiosa. Qué mejor metáfora para una “tirana” que se lleva los mejores deseos de las personas. Aquí los diablos son estrellas. Se sacan fotos infinitas con los turistas y peregrinos. Parecen futbolistas o rock-stars. Verdaderos divos en sus minutos de fama. Mientras más diabólicos, más bacán.  

Ella –mi reina- y las miradas de las personas son una relación eterna. Una dialéctica psico-social. Donde va y donde anda se lleva las miradas de las personas. De los hombres obvio. Chicos y grandes. Abuelos y adolescentes sueñan estar en mi lugar. Pero también las mujeres mucho la observan. Como con envidia. Como con rabia. Con la certeza de que existe en esta época la mujer más hermosa que podrán admirar. Y eso les molesta, creo. Les hincha la vena, asumo. Pero nada pueden hacer más que parar a mirar. Y golpear a sus propias parejas por jotes. Pero las entiendo. Es que nadie se salva de una reina como ella. Es tan hermosa. Tan bella. Que impacta. Así tal cual. Ella y su estética son una danza. Una pintura bien hecha. Una pieza de arte viviente que se me asignó cuidar hasta la eternidad. Y que yo cumpliré con la mayor de las ganas. Con la saliva cayendo de mi boca. Y con mis manos atadas por seguridad. Específicamente por dos cosas: para no matar a cada jote y para dejarla –solo a veces- respirar. Ella y su cuerpo en la tirana son una manifestación de amor eterno. Una promesa de ansiedad y pasión desenfrenadas. El amor de mi vida paseando bajo mi compañía. Pura felicidad.

Dimos vueltas. Muchas vueltas al pueblo. A la plaza y por fuera de aquella iglesia donde no pudimos entrar. Fuimos unos minutos a la feria y arrancamos rápido de sus garras grasientas y consumistas. Vueltas. Sentadas para descansar. Más vueltas. Más sentadas para comer helado. Siempre de la mano. Abrazados y abrasados. Pegados y pegajosos. Sin dejar que el otro se aleje de la propia vida. Así nos gusta caminar. Así nos gusta dormir. Así nos gusta hacer todo en realidad.

Llegó la tarde y el sol comenzó a bajar. Así como el calor, el frío llega rápido e intenso. Decidimos bajar. Volver a la ciudad. Dejar La Tirana y nuestras esperanzas. Dejar el mar de personas para llegar al mar original. Pero antes debíamos cambiar nuevamente de ropa. Asumir en el mismo día una nueva temporada. Una estación más fría. Ella dejó entonces sus ropas pequeñas y optó por abrigar su estampa. Taparse un poco más para el pesar de sus admiradores y admiradoras. Fuimos al mismo baño de la llegada e hicimos el mismo ritual. Al salir de ese lugar ella seguía luciendo hermosa. Cuan reina que nunca deja de serlo. Sin duda mi reina. La Reina del Tamarugal.   

Caminamos al paradero y abordamos un taxi. Solo faltaban dos personas y ahí estábamos para ocupar el sitial. El taxi era feo, chico y hediondo. Una tendencia. Una constante en el transporte local. Pagamos y subimos igual. Estábamos cansados, con algo de sueño y muy contentos por haber visitado La Tirana. Y por habernos acercado a la chinita. Aunque no pudiésemos entrar a su iglesia conservadoramente resguardada. Fuimos comiendo alfajor y tomando Fanta. Mirando las estrellas que ya aparecían. Respirando polvo de tierra y esperando llegar sin novedad. Yo besaba a mi reina. Ella acarició mi cara. Luego de eso yo ya dormía. Y para mi vergüenza, roncaba. Mal. Muy mal.  

Por suerte me despertó antes de que el ruido de los ronquidos fuese fatal. Yo le hice caso. Roncar debe ser la peor estampa de una persona. La vergüenza nacional de todo quien se crea un galán. Pero ella me aguanta. Más linda. Se banca la más fea de mis caras. El rostro de quien duerme, babea y ronca. Qué fatalidad.

Me besó para despertar. ¿Quién no despertaría con los besos de su boca? El mismo Lázaro resucitaría. Ese que se levanta y anda. Según la creencia popular. Yo desperté. Fui feliz al verla. Desperté con regocijo y alegría. Y despertó –además- otra parte de mi anatomía. Una que a ella cautiva y desborda. Abrió cuan grandes sus ojos pequeños y puso sus manos sobre mí. No todos los días una reina hermosa te toca con sus manos. Ese momento no se podía acabar. Y, por supuesto, yo tampoco. Entonces mi felicidad fue eterna. Y también la de ella. Nuestro amor es así. Muy pasional. En extremo pasional. Genial. Franco. Honesto. Real.

Llegamos rápido a la ciudad. Bajamos de un taxi para subir a otro. Una vez adentro nos pusimos a besar y tocarnos el cuerpo. Ella a mi y yo a ella. Yo a mi reina y ella a su guardián.  

Nos bajamos y la dejé en la puerta de su casa. Como siempre. Sana y salva. Alegre y contenta. Enamorándome y enamorada. A ella, mi reina… La Reina del Tamarugal.

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