Un hogar


Ver una niña jugar desde pequeña. Ensanchar el pecho y el cuerpo para soportar. Ser más fuerte. Más grande. Volar. Nada más. Volar.

Sacar de la carne el dolor. Ver colores y no más sombras. Luz y solo luz. Como las mañanas.

Fluir como las cortinas al viento. Estirar el rostro y dejar que esa fuerza sutil llene cada poro. Cerrar los ojos y sentir el suave golpe en los párpados. Como si aletearan miles de pequeñas mariposas en medio de un jardín donde estás sentado mirando el mar y la inmensidad del horizonte.

En esas imágenes están los cuerpos del padre y de la hija. De espaldas a los ojos. Mirando desde un ventanal las estrellas y esa forma aún más grande que llaman la Chakana.

Ella mira desde un costado. Es la mujer. La compañera. La dama que se ama en las mañanas y nunca se deja de agasajar.  

A lo alto está el sol que apunta sus rayos a un hombre que sube con alas al encuentro del calor que lo haga estallar.

Y todos se hayan vivos llenos de amor bajo el techo de un hogar. Donde cada día se desayuna y se mira las estrellas para pensar. Para recordar. Para idear. Para seguir amando.

Las rocas rodean una salida única. Una fuente de luz natural. Son la caverna que se atraviesa con miedo y sin él. Lento. Con la ingenuidad e inocencia de los niños y las niñas. Afuera está la salida. Se avanza y no se llega. Pero ahí está. Inamovible como el centro de unas piernas que se abren.      

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