Fase II


Salí de camino a un mundo. Estaba en la montaña. De noche. Frío. Pero no incómodo. Sin malestar. Una noche estrellada. Limpia. Fresca. Suave que permitía ver todas las estrellas y más de ellas. Baje la montaña solo a pie. Mis zapatos tocaban piedras pequeñas. Algo de tierra sin resbalar. Bajé rápido. Miré hacia arriba constantemente. A cada paso quería mirar el cielo. Ver el espacio y mirar las estrellas.

Al bajar estaba en sus faldas. Algo ya más seco. Todo era más seco. La noche despejada dio paso a un día soleado. Lleno de un sol inmenso. Como el dios que es el sol. Esparciendo brillo amarillo en todo rincón del espacio. Llenado cada recoveco de la vida de todos los seres ese día sobre el planeta.

Al caminar divisé la pampa. El desierto norte. La vida pampina. Los fantasmas empampados y abuelos que nunca quisieron irse del lugar. Imaginé que podía encontrar al Fantasista[1]. Pero no llegó a pasar. La pampa cedió al desierto más puro. De arenas sueltas y volátiles. Que se encumbran en el viento y se van a donde sea que lleguen a parar. No les importa. Siempre están en lugar. Y camino solo. Solo camino. Con el viento en el rostro. Muy cómodo. Con el relajo de una búsqueda y sin cansancio para detener el alma.

En el desierto vi huesos y carros chatarras de autos y buses. Como la pampa. Como las carretas de las urbes nortinas de Chile.

Deambulé y vi de lejos el mar. La mar. Pero no quise entrar en ella. No todavía. En el bosque algo debía encontrar. Y al bosque fui a parar. Para verme pequeño debajo de los árboles. Árboles llenos y que tapan el sol. No hay frío y tampoco sombra. Pequeñas dosis y rayos de luz que atraviesan justo para admirar cada tronco. Cada hoja. Para ver y sentir cada olor que de ahí sale. Y veo esos árboles grandes mil veces más grandes que yo. Miro hacia arriba como desde un acantilado. Como si no tuviese techo que mirar. Y todo arriba es nube blanca y medio fría. A los árboles llegan pajaritos pequeños.

E ahí en medio de las hojas y las ramas que veo el trozo de mar. El ojo de mar que me aguarda. Donde debo llegar. Donde sé que debo entrar y encontrar lo que sabré cuando lo vea y en frente lo tenga. Y me abro paso rápido para llegar al agua. Creo no llevar ropas. No hay qué me tenga que sacar. Mis pies están descalzos. El agua es placentera. Tibia. Clara y gruesa. Como mar de sal. Pero cristalina. Y me sumerjo en ella. Entro al mar. La mar. Al océano de la verdad. Al gran techo de los sueños incumplidos.

Y en las profundidades está esa luz y ese lugar que es una caverna. Una caverna de roca pura y serena. Fuerte como las rocas milenarias que duermen bajo el mar. Y voy sin temor. Sin miedo a la verdad. Voy en búsqueda de mi rostro. De mi descaro.

Al entrar no todo es claro. No tengo certezas de este lugar. Parece viscoso. Me quedo dormido. Me pongo a recordar:

Eran luces bellas que brillaban en altos edificios. Era una urbe. Preciosa. Brillante. Limpia y de aromas confortables. Caminaba con sorpresa por ese lugar. No creí que llegaría. No creí que existiera. Que pudiese haber algo así en la vida en la tierra. Algo tan poco terrenal. Más bien espacial. Futurista. Posmoderno. Lleno de colores fuertes. Luminosos. Que no salen de las tonalidades azules, celestes, de luz, amarillas, blancas. Entre grises y medio lilas. Colores bonitos. Estéticos. Que hacen todo se vea bien en su lugar. Todo es bello. Todo huele bien. Nada está mal en esas calles. En esa ciudad. Las personas son más bien sombras. Las puedo ver caminar, pero no las puedo observar. Sé que hay personas. Pero no hay nadie. Nadie que yo reconozca. Ni su cuerpo ni su forma de caminar. Rostros no veo. Y veo que no me importa. Me siento demasiado cómodo en ese lugar.

Cada esquina es angulada. Casi medida de forma exacta. De arquitectura cálida. De nivel universal. Como si la perfección hubiese diseñado y creado el lugar. Un lugar que es una urbe. De ello no hay duda. Pero es una ciudad limpia. Una ciudad que se ve linda de noche y de día.

Y camino esas calles que no son ajenas. Que me llevan a café’s. A bares. A tiendas de comida natural con mucha fruta. Con dulces. Con jugos de agua y leche. Con chocolates. Con personas que sonríen cuando mascan. Cuando miran. Cuando se paran de las masas para marchar.

Ninguna luz es molesta. Las paredes no son duras. Tampoco se quiebran. Algunas murallas son trasparentes. Otras de raso cristal. Casi pulidas por manos pequeñas. Otras son de luz. Los pilares más grandes se mezclan de azul y lila. Brillantes como la seda. Los asientos de los vehículos son blandos. Trasparentes completo. Como de agua. Como de plasma en una protección eterna que no se mancha ni destruye. Y el agrado en mayor una vez que acomodas tu cabeza en los respaldos de los asientos. Te echas para atrás para recibir el viento y la música que siempre está en todo lugar. Cierras los ojos. Mejor no podrías estar.

Y veo el rostro de mi hija. De mi pequeña y hermosa hija. Veo sus ojos. Siento su amor. Su respiro. Me ve con admiración. Con esperanza. Con afectividad. Su figura está rodeada de luz. De esa luz amarilla tipo fuego que es el ambiente de la caverna. Es todo lo que rodea en realidad. Y más allá se ve mi padre. Que mira cuan tranquilo está. Como aguardando para tomar el té. O para irse a acostar. Él sonríe. Mi hija igual. Yo no tanto. Sí siento mucha paz.

Miro el lugar. Sé que voy a regresar. Y me dispongo a salir de la marea.          







[1] El Fantasista. Hernán Rivera Letelier.

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