Hogar, dulce...
Hasta mis nueve o diez años
estuve en medio de una feliz familia nuclear. Padre trabajador, dueña de casa e
hijo único. Habitamos una casa pequeña entregada por el Estado. En 1986. Mi
pieza tenía 2,5 mts². La casa era de construcción a medio terminar.
Casas pareadas donde se juntarían personas desconocidas y arreglarían a su
antojo los espacios. Resultando un barrio clase media baja en los márgenes de
una ciudad pequeña. Calles de tierra. Cero urbanidad (urbanidad cero suena pésimo). Precario. Pequeño. Básico. Entregado
por un militar con carpeta en mano con una llave en su interior. Sin diseño,
sin edificación, sin planificación. O con qué tipo de planificación. Estructura
incompleta pero con posibilidades de
ampliación. Una mierda de lugar. Un muladar que sacaba lágrimas de emoción
a algunas dueñas de casa.
Al entrar miré el techo que
estaba muy cerca. Eran ladrillos a medio unir. Sin cemento entre ellos. Lo
primero que pensé fue que ahí se juntarían muchas arañas. Había muchas rendijas
que tapar. Con el tiempo distintas personas del sector crearon distintas formas
de poner techo/cielo a su casa. También llamó mi atención el patio. Más bien la
forma de delimitar y cercar el patio. Verdadera ironía de la ingeniería de la
época. De cierta parte de la ingeniería. Eran cuatro tablas en cada esquina.
Paradas, obvio. Y alambres entre ellas en metros cuadrados. Como un ring de
alambre. A lo menos no de púa. Y solo eso. Sin paredes de lo que fuera. Estando
en medio del patio de tu casa podías ver los patios de todas las demás.
Impresionante. Artístico. Más de sesenta patios juntos sin separación sólida.
Una vista interior ejemplar en todas las casas. Genial. Veías todo lo que en un
patio se puede dejar o suceder. Como ropa tendida, obvio. Y las toallas. Yo a
las dos semanas ya conocía los pañales de todas las guaguas del pasaje. Hacia
ambos lados. Desde el 3241 al 3963. Y tras de la casa todo el pasaje paralelo.
Y sabía quiénes tenían perro, gato, pájaros u otros. Y escaleras, basura,
plantas y hiervas. Conocía a quienes no podían fumar dentro de sus casas. Y
todos ellos me conocían a mí y todos se conocían entre ellos. O más bien, se
fueron conociendo. Y con el tiempo las personas dispusieron de distintas formas
de separación y delimitación de su patio. Resultando un indescriptible conjunto
de cierres perimetrales que dieron al lugar un semblante de cana. Y nos dejamos
de conocer.
Ahí juagaba con muñecos
articulados dentro de la casa. Siempre solo. Siempre fue más entretenido. Tenía
Playmobil, GIJoe, Thundercats, y Transformers. También soldaditos de plástico
color verde. Indios y vaqueros. Pelota de fútbol y calitas[1] con
equipos para jugar partidos. Hoy he visto incluso juegos para celulares que
emulan esa forma de jugar. Leía Condorito, Barrabases, Mampato y los tomos de
Érase Una Vez el Hombre. Y leí cada número muchas veces. Me los aprendía. O
sea, ahora lo sé. En ese entonces, me reía. Leí también libros como Ami, el
Niño de las Estrellas, Juan Salvador Gaviota, Palomita Blanca, El Último
Grumete de la Baquedano, Papelucho –pero del cual solo me leí dos completos y
nunca más- y el odioso Don Quijote de la Mancha. También el funcking Vaso de
Leche y cuentos de esos con diferentes
finales, donde tú elijes el tuyo.
Además de algunos catálogos Avon de mi mamá con los cuales me masturbaba
mirando las modelos de lencería. En televisión veía Magnetoscopio Musical y,
luego, Sábado Taquilla con Jorge Aedo diciendo “número 1, número 1, número 1…”.
Dibujos animados como Espartaco, Tom and Jerry, El Conde Pátula, GIJoe, Thundercats,
Transformers, El Rey Babar –un noble elefante de la monarquía-, Candy, Remi,
Marcos, Heidi, Los Gatos Samuráis, La Familia Biónica, Los Looney Toons, El
show de la Warner Brothers, Los Pitufos y Los Snorkels. Series como El Chavo
del 8, El Hombre Nuclear, Batman, Manimal (ninguna serie se puede llamar así),
Los Dukes de Hazzard, Lobo del Aire (Airwolf), Magnum, The Amazing Car,
MacGyver, La Mujer Biónica, Los Magníficos, Invasión Extraterrestre, Área 12,
El Hombre Araña –que ese sí no temía-, Chips (patrulla motorizada), Kojak,
Hotel y el Crucero del Amor. También programas infantiles como Cachureos, El
Profesor Rosa y Nube Luz, programa peruano que era animado por mujeres muy
bonitas con las que también a veces me masturbaba. Carrusel, El Árbol Azul y
Salvado por la Campana (Saved by the bell).
Ok. Lo sé. Es una pobre parrilla.
Y sobre todo muy mala. Pero uno no elije. No en ese momento a lo menos. No
había cable y solo dos canales abiertos. Recuerdo que un amigo, ya siendo algo
mayor, Renzo es su nombre, contó una vez que, en la primera instalación de
cable en su casa preguntó a los instaladores si podían rebajar el precio del
servicio dado que los canales del Perú, en su casa, que eran como tres, ya se
podían ver. Mal. Nos cagamos de la risa. Estamos hablando de Arica. Por si no
lo mencioné. Y esto era posible gracias a una antena hechiza a base de tubo fluorescente que, unida a un palo e
instalados ambos en el techo, hacían que el televisor captara señales
internacionales. Mal que mal, Tacna y Arica –la región natural- están a cuarenta y cinco minutos por carretera.
[1] Tapa (chapa) de bebida acondicionada con los colores de un
equipo de futbol. Más el nombre, el número y la foto de un jugador recortados
de un diario. Envueltas en papel celofán blanco, tapadas por debajo con cartón
o, a veces, cera de vela, para hacer al “jugador” más pesado. Los arqueros eran
tapas roscas. Los arcos, envases de casatas (helados) cortados por la mitad y
el balón un botón. La cancha… todo es cancha.