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De niño más bien solo miraba. No tengo recuerdos de haber pensado algo. Lo que siempre se viene a mi mente fue cuando aprendí abrocharme los cordones. Nunca he podido sacar eso de la cabeza. Un compañero me dijo cómo y lo hice. No recuerdo su nombre. Me parece que fue Javier Cano. Fue en la escuela. En primero básico. En la D-666, República de Israel, donde –entre otros castrenses himnos- me aprendí a represiva fuerza cognitiva e identitaria el de Israel.

Recuerdo en esa escuela que otro compañero de curso me dijo que una palabra tenía acento. ¿Acento? Y había que ponérselo. Fue Damián Salazar. Quien con el tiempo –dado su fenotipo- sería conocido como trompetero. Acto seguido dibujó una raya sobre una letra. Nunca he podido olvidar eso. No es que quiera. Es un gran recuerdo. Creo. Es de los más nítidos. Eso. Recuerdo además mi primera palabra. O sea, la primera oficial. Académica. Entrenada. Gramaticalmente comprendida, digo. Fue la palabra león. No sé por qué y tampoco significó mucho. Solo fue la primera.   

A esa escuela mis padres me enviaron por educación y para ser –como lateramente dicen muchos padres- más que ellos. Fue una buena búsqueda y decisión sobre todo de mi padre, creo. Tengo el vago recuerdo de haber pasado por varias opciones antes de quedar ahí. Iban ambos buscando un lugar con paciencia. Y decidieron por una escuela lejos de mi casa. Muy lejos. O sea, lejos como provincia. Es decir, tan lejos no. Pero no era de mi barrio. A eso me refiero. No era una escuela del sector donde vivía-mos. Era otro. Escuela pública. Pero en otro lugar. Escuela buena. Seria. Pública de calidad. Antigua. Donde confluían estudiantes hijos de profesionales y no profesionales. Había integración y buenas notas. Yo fui enviado a adaptarme. Y algo me hacía participar. Hasta incluso comprometerme con la vida. Tener vida. Aprender para vivir en la ciudad.

Mis padres no son profesionales. No lo fueron en ese entonces. No lo son ahora. Mayor, creo, fue el acierto. Una vez ya de grande, mi padre me confesó que eligió esa escuela con su qué. Que sabía podía funcionar. O sea, estar tranquilos ellos de que me iba educar. Su tarea sería hacer que no me moviera de ese lugar. Que aprendiera. Que me quedara callado. Que hiciera caso. Que aprendiera a escribir y matemáticas. Que no me portara mal. Que fuese a clases y que no hablara groserías. Y que fuese lo más distinto posible a los niños que vivían cerca de nuestra casa. Del lugar donde yo venía. Siempre tuve cosas que hacer lejos de mi casa. Y pocas veces personas de esas cosas iban a mi casa. Fue una práctica de mis padres. Una política familiar. Recuerdo que antes, el pre-kínder, fue igual. E incluso más lejos que la escuela. Donde me transportaba en furgón escolar. Amarillo.

La verdad pasé mucho tiempo de los días en un furgón escolar. Y por casi nueve años. A bordo de uno me enamoré de Alexandra Bravín. Hija de un piloto de autos amateur. Bella. Le obsequiaba cada día mi colación. Hasta que sapeó la tía. La tía del bus. La chofer. Le dijo a mi mamá. Mal. Mi madre señaló que era una estúpida forma de demostrar amor. No sé si tanto. Pero no me dijo cómo.          

Mis padres me hacían participar. En la escuela. Siempre la escuela. Esa palabra lo era todo en la casa. Mis padres reificaban esa palabra y, por ende, la institución. Que fuera y que no reclamara. Que todo ahí me serviría. Que sin eso no sería nada y tantas otras cosas de las que felizmente no tengo memoria. Pero sé que están en algún lugar. No había crítica en mí casa. Menos postura. O sea, entre ellos había vida. Valores. Política. Pero no mucho más allá fuera de la casa. Menos tratar de destacar o –en su defecto- pintar el mono en la escuela. Siempre correcto en un montón de personas seleccionadas por test psicológicos y rendimiento escolar.

Mis padres respetaban a los profesores. Hombres y mujeres. Todo quien enseñara en una escuela ya gozaba de su idolatría. Sin importar qué enseñara y cómo lo hiciera. Siempre los profesores tuvieron la razón. Lo que ellos decían. La verdad mis padres deificaban a esas personas. Nunca pude legitimar mis posturas en la casa. Ninguna. Menos si iba contra lo que la pedagogía señalaba. Qué chucha. Yo alegaba no recibir apoyo. Y demandaba validez. Pero la oposición era férrea.

Igual en la escuela. En esa escuela. Había buenas notas. Grandes notas. Y una clara segmentación por rendimientos. Pero esa es otra historia. Y no solo mía.

Yo miraba con atención y vergüenza. Me sentaba y me paraba poco. No hablaba mucho. A veces. Tenía amigos. Como dije, participaba. Trataba. Estaba. Siempre estaba. En el rol que fuera. Nunca el principal. Rara vez en el principal.

Mis notas mediaban. En lenguaje subían, pero ahí nomás. Mi comportamiento era normal. Un buen aspirante a movilidad social. Honrado. Obediente. Donde nada era mío. Donde no alcanzaba a entender por qué estaba en ese lugar. No es que estuviera mal o en disgusto. Simplemente no entendía de qué se trataba hacer esas cosas. Porque yo pensaba otras. Y a veces distintas. Muy distintas. Pero me adecuaba. Participaba. Leía, estudiaba a ratos y rendía pruebas que me permitían avanzar. Tenía amigos. No era un nerd. Tenía algo de personalidad. Me juntaba en el grupo popular. Pero no era el más popular del grupo. Siempre los comparaba a ellos con quienes vivían cerca de mí casa. Los de la escuela sabían hablar. Los del pasaje igual. Los de la escuela hablaban más y mejor. Utilizaban más palabras. Con volumen alto. Sabían de marcas, música y actualidad. Los del pasaje hacían armas de madera y jugaban en la huella. Sabían nadar y hacer hilo curado. Y hablaban muy mal. Yo hacía ambas cosas. Siempre me supe aplicar. Odiosamente. Yo era el único de ese lugar en esa escuela. Los demás estudiaban por ahí cerca. Pero en la escuela no era el único que venía de un lugar como ese. Había más. Y habías otros cuyas familias tenían mayor capital social.

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