Casa de hombres
Vivir ambos solos era cuestión de
períodos. Cada cierto tiempo él aparecía con una polola. Hubo muchas, la
verdad. Cuando una de ellas congeniaba se iba a vivir a la casa. Entonces el
hogar se transformaba. Asumía la mano de una mujer. Aparecían los colores y los
objetos perdidos. Salían los platos sucios bajo la cama y la loza ya no se
acumulaba. Ambos éramos felices con una mujer en casa. Yo trabajaba menos y mi
padre tiraba seguido. Hubo una navidad en que coincidieron su polola y la mía. Fue
una manifestación. La mía armó el árbol y la del hizo la cena. Qué saben de
machismo –pensé yo. Solo me tuve que bañar y abrir los regalos.
Cuando mi padre terminaba su
relación, la casa volvía a ser un descuido. Él almorzaba afuera. Yo aprendí a cocinar.
Cada sábado al medio día, luego de entrenar, lavaba nuestra ropa en lavadora
semiautomática y la enjuagaba en la tina. Con eso mi conciencia se
tranquilizaba. Nunca hubo nana ni empleada.