La mudanza


Una mañana, luego de la pelea de rutina, no aguanté más. Me paré de la mesa. Saqué unas monedas y me fui de casa. Negocié con mi papá. Obvio, no hubo problema. Me dio algo de dinero y coordinamos la salida definitiva. Al otro día –un hermoso domingo de sol- llegó un flete a mi casa. Yo había estado por la noche y la mañana guardando mis cosas. Hasta desarmé mi camarote y lo guardé en cajas. En ese momento supe que nada podía hacerme mal. Que dependía solo de mí. Y que irse era mejorar. No tuve ayuda. Solo miradas de repudio. Una vez cargada la última caja mi madre soltó un par de lágrimas y una imborrable cuña para el bronce: ‘olvídate que tienes madre’. Y me fui lleno de alegría de ese lugar. A ella solo la volvería hablar luego de once años. A él, mi tío, nunca más lo vi, ni siquiera cuando murió de cáncer.

Cómo cambia la vida luego de un cambio de casa. A los trece años comenzó mi vida. Más vale tarde –pensé. Nunca más volví hacer obligado una cama y barrer una pieza. Nunca más recibí un golpe en la cara o las piernas. Nunca más me prohibieron salir y me dijeron malas palabras. Mi padre dijo ‘no te preocupes por nada, solo ponte a estudiar’. Genial. Era lo que mejor sabía hacer. Y, en ese momento, lo que más me gustaba junto con la pelota. Fue un domingo a fines de febrero. Radical. Me cambié de casa, de escuela, de año. Pasé de octavo básico a primero medio hasta con otra cara. Con una sonrisa. Y lo que más recuerdo: por fin pude ir con mis amigos a la playa.

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