Verano...
La playa era extraña. Tenía unos
quinientos metros de largo y muchas rocas. Solo había un sector pequeño donde
uno se podía bañar. Pero los más avezados se tiraban piqueros en algunas puntas
cerca de las rocas. Era bien taquilla. Había mucha onda y popularidad. Quien iba
al Laucho no surfeaba, pero la llevaba igual. Las mujeres eran hermosas. Todas.
Yo miraba mucho y trataba de ocultar mis espinillas. En uno de sus extremos
estaban ‘los monstruitos’. Un sector de rocas acondicionado como piscina de agua
salada detrás del Caleuche, el típico club-restorán de la armada. Para llegar
ahí había que caminar sobre las rocas o por el borde de una pared de piedras
que dividía la playa del club de los marinos. Ese trayecto era el más
peligroso. A veces te bajaban los marinos. Y en otras, las peores, salía un
perro cojo de tres patas que no dudaba en morder. A todos nos dio una mascadita
por lo menos una vez. Arrancar de ese perro era un acto de arrojo y valentía. ‘Los
monstruitos’ era una entrada de agua sobre un marco de rocas. Detrás estaba una
piscina hecha de una mezcla de rocas y cemento que se llenaba de agua salada
cuando reventaba una ola. Ese era el desafío: ponerse en medio del marco de
rocas y esperar que la ola reventara. Cuando ésta llegaba empujaba con toda su
fuerza a la piscina. Caías de espalda o como fuese. Ganaba quien podía resistir
la embestida del mar aferrado a las rocas. Ese era el juego. No muchos podían
quedar de pie. Y la mayoría terminaba con cortes en las manos, los brazos y la
espalda. Otros, más contemplativos, preferían mirar sentados en rocas más
lejanas y se mojaban con las gotas que salpicaban. Pero cuando la marea estaba
de llena, hasta los que estaban sentados caían directo a la piscina. Y todo era
burlas y carcajadas.
Muchas veces rodaron por las rocas bikinis, shorts, chalas
y personas. La máxima alegría era que una de tus amigas perdiera la parte de
arriba de su bikini y tú debías ayudar a taparla. Nunca vi nadie accidentarse,
solo perder su ropa.