Cierto estado...
Lo mejor fueron los jugos. Yo pedí naranja, obvio, y
no había. Pomelo entonces –dije. Y tampoco había. ¿Arándano, lima, limón? Nada.
Nada de cítrico había en ese local. Mal. Demasiado tercermundista. Y entonces
opté por maracuyá. Y el barman me miró pidiendo disculpas. Tampoco había. Que
odiosidad. Lo otro que había era frutilla, mango y melón. Y entonces pedí
frutilla. La mujer que preparó el jugo le echó mucho azúcar. Ponía y ponía
cucharadas de azúcar. Le pedí que parara, por favor. Me miró, batió el jugo y
lo sirvió. Una vez en la boca, y pasando por la garganta, ese azúcar eran
piedras dulces que explotaban mientras las tragaba. Qué sensación. Cada sorbo
fue como una empalada de miel con abejas adentro. La raja. Ese jugo me duró
media hora. Y pedí seis más después, mientras intentaba convencer a una
doncella.