Cuellos con parentesco

Desde pequeño me gustaban mis primas. Había buen trato. Buena relación. Me gustaba el olor y la forma de sus cuellos. De las dos. La piel que rodeaba todo el cuello bajo las orejas y el mentón. Toda ropa que dejara ver el cuello de esas dos era la prenda ideal. Tenía cierta obsesión por sus cuellos. Y una cierta locura por sus rostros bonitos. Las primas fueron lindas siempre. No recuerdo grandes peleas con ellas. Más bien hartos juegos. Y hartos besos.
Me gustaba tenerlas sobre mí. Era la mejor parte de la fiesta, bautizo o lo que fuera. Juntarme con mis primas era el mejor de los panoramas. No sé mucho de ellas ahora. No las he visto desde que dejé de vivir con mi mamá. Deben ser un par de casadas con problemas. Pero en aquel entonces eran bonitas. Tenían el cuello bonito y olían bien. Eran bien risueñas. Simpáticas. Yo diría que hasta ricas para ser tan pequeñas.
Ellas, las hijas de la hijastra de mi abuelo, solo se reían, siempre se reían, lo de ellas era reírse y dar besos. Daban grandes besos. Muy buenos. Jugados. Con harta lengua y mojados. Y con algo de suerte me dejaban tocar una teta.
Con el tiempo, de nuestras aventuras, corrió el rumor familiar de unos buenos besos. Lo que ayudó a superar otras barreras de la existencia. 

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