La mujer de la casa

Ella, una mujer alta y delgada. Joven. Siempre preocupada de no verse delgada en exceso. Cada tanto recurría al médico para engordar. Y, en realidad, para una úlcera, para la anemia, para el colon, para cálculos y para los nervios. Odiaba su predisposición a la enfermedad y sus vómitos de –al parecer- todas las mañanas. A veces, cuando las pastillas para el apetito hacían efecto, ella ensanchaba sus piernas y sus caderas. Eso la ponía contenta. La entusiasmaba. Se daba vueltas por la casa viéndose bonita. Y, la verdad, sí lo era, pero… A veces, otros niños y jóvenes del sector la molestaban. Eso en mí creaba distancias. No entendía yo su nueva vida luego de la separación. Ahora ella disfrutaba de los piropos y la soltería. Salía y hasta tomaba alcohol. Se puso a carretear. Sacó esa especie de segundo aire, segunda juventud, otra parte de su vida.
En ocasiones sentía que era su rival. Como que competíamos. A veces la importunaba. Le molestaba que estuviera, que existiera. Le caía mal. Era como una hermana mayor y frustrada. Yo, lejos de apenarme, me enfrentaba. Decía cosas varias aprendidas en la escuela. Cosas que, según yo, ella no podía superar. Que eran sus trabas. Que la hacían medio tonta y desequilibrada. Ella respondía. Se enojaba mucho. Soltaba garabatos y, en el acto, golpes con algún objeto en particular. Eran peleas nuevas, fueron intensas y fueron varias. Pero no duraron mucho. Dos años estuvimos así. Dos años de extraña convivencia y relación familiar. 

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