Carta de miedo

La Tierra, verano de un año indeterminado.

Quién soy para decir que no existan los miedos. Cómo podré decir que no asustes a tu corazón, amor. Yo que he sido prófugo de las perturbaciones, de las dudas, de los desaciertos. Que he pasado décadas de escondites y atrevimientos. Cómo podría sino entender esa tenue desazón, la inseguridad que ataca por dentro.
Fueron largos y turbulentos caminos, senderos de insospechada realidad. Hoy los pasos son tiernos, tranquilos como la arena, calmos como el fuego. Pasos que transitan sobre el mar y rompen los miedos. Caídas indefensas en medio de vacíos que se aceptan con respeto. Desplomes de alegría, el honor de aterrizar donde sea que llevó el viento.
Debiesen rondar vacilaciones, sí, tal vez es cierto. Pero no las encuentro. No ahora, no aquí, no en este momento. Es un progreso. Es un respiro más largo y certero. Una integración real y azarosa que se gesta bajo el Sol sobre dos grandes cerebros, un par de corazones, dos cuerpos. El tuyo y el mío, amor, que bien saben sortear desencuentros.
De miedo no se duda. Es punzante, directo. Reconozco su oscuridad y su juego. Ruido constante de la urbe y el cemento. Natural, real como el deseo. Importa tanto más entonces que sentirlo, llevarlo y sacarlo a fuego. Así como la música que respiras, como las melodías que se esparcen en tus recuerdos. Los sonidos de tormentos y de los sueños.
Lo has visto. Eres un tesoro otorgado a este universo, un ave de paso por el mundo, luz de una estrella con destino abierto. Sabes de tu fuerza, de tu libertad, de tu destreza. Ese miedo debiese temer de ti, de tu creatividad, de tu pasión, de tu autonomía y desapego. Cualquier otra forma es solo un mal estado, dolor pasajero que se desvincula del cuerpo.

Te cuidas. Te quiero.

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