Ma-ternidad

Ella la culpable. Ella siempre mi madre. La mujer del desgano, de la terquedad, de la inocencia. Simpática, irónica, intratable. Mujer de heridas, de abandonos, de desastres. Ella mi madre. Mi espejo, mi reflejo, mi sangre. Lo más parecido a mi en esta realidad, junto a mi hija favorita y su creatividad.
Nunca pude nombrarla. Eso preexistió y creció en el alma. Era una hermana. La mayor, la pesada. Incomodaba, pugnaba, competía. Imponía una vida obligada a llevar. Días de mierda. Noches de oscuridad. Temporadas enteras sin querer llegar a casa.
Yo culpable. Nunca trancé la voluntad. Indivi-dualidad que se hace parte. Se manifiesta para la defensa, para la sobrevivencia, para la vida en soledad. O para cualquier otra existencia.
No recuerdo sentirla. Ignoro su presencia. Mi viaje es encontrar, evocar su piel, repasar su rostro, sus ojos secos, el ceño fruncido eterno. Todas batallas, todas peleas, todos conflictos internos, familiares, perpetuos.
Tal cual yo. Tal cual en momentos que reto al gato, por ejemplo. Tal cual los ascos, las malas mañanas, los nervios. El cuerpo que me moviliza. La ironía que despliego, la boca, la lengua y las malditas ganas de hablar.
Ella y yo que nos parecemos. Ellos tan difíciles de juntar. Penas, vergüenzas y rabias. Líquidos evaporados con líquidos. Canalizados a cualquier lugar. Al sin sentido en particular. O a las cavernas del plasma. A cierta esperanza, ojalá. A la valentía y dejar de llorar.

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