Estancia

Lo dejaron en una celda aparte, solo, en una esquina al final de un pasillo hediondo, un calabozo grande con rejas viejas con más de diez manos de pintura, tenía una banca de cemento, una zanja para orinar y un hoyo. El lugar estaba fétido y oscuro, lúgubre, frio, húmedo, tenía las paredes rayadas y había cucarachas. Todos los espacios y recovecos tenían algo: Un recuerdo, un saludo, un conteo, un rezo, una súplica, fechas, horarios, una sentencia, una promesa, un amor eterno, dibujos, juegos, groserías, picos, etc., había de todo ahí. También había sangre, mocos pegados y algunas rasgaduras en el cemento de aquellos que quisieron hacer un túnel y escapar. En ese momento se sintió extraño, le faltó el aire, le dio frío y comenzó a sentir algo en el estómago, recordó entonces lo que se había comido. Le dio risa, miró al techo, respiró y se echó en la banca. Puso las manos tras la nuca y cerró los ojos.
Pasó mucho rato, perdió la noción del tiempo, se quedó pegado en historias mentales varias que iba pensando mientras leía todos los mensajes y rayados de las paredes. Había identificado tipos de letras y escritos similares, agrupó por fecha y por género (en esas paredes habían claramente tres géneros, a lo menos), incluso llegó a descubrir aquellos que fueron escritos por la misma persona –al menos así lo creía- y otros que tenían orden cronológico. Hizo categorías de dibujos y trató de traducir cada una de las groserías. Llegó a pensar incluso que de tener ahí un plumón o un lápiz hubiese trazado un esquema, un diagrama conceptual que interpretase ese interior.

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