Delinquiendo
Ya llegando al lugar, influenciado
por la marihuana, se observó a sí mismo ahí sentado en un vehículo policial a
punto de llegar a la posta de un hospital público de ciudad grande atestada de
gente, bajando esposado de una patrulla. Agrandó los ojos, se sorprendió, no
podía ser más cinematográfico. Se reía solo. Pensó que era lo más obvio: era
nuevo en la ciudad, nadie lo conocía, nadie sabría quién era el preso. Podía
bajar tranquilo, no iba pasar ninguna vergüenza. Es más, podía ser cualquier delincuente,
cualquier maleante que quisiera: ladrón, narco, lanza, sicario. Esto pasaba a
ser relevante, mediático, podía asumir el rol de bandido, creerse uno, bajar
del vehículo como el más peligroso, el más buscado, el más temido.
Cerró los ojos, respiró, sonrió
por última vez. Cuando se detuvo la patrulla y abrieron la puerta, bajó con una
iconográfica cara de malo y el pecho inflado, mirando fijo a todos los que
estaban ahí. Asumía que daba miedo y se pasó miles de rollos. Fue la actuación
de la vida. Lo hizo bien, supone. Se sintió completamente malo, malo de adentro,
malo que vive de serlo. Los policías rieron y le siguieron el juego. Lo
trataron con rudeza, como si pudiera escapar. Fue genial, delincuente por un
minuto. Constató lesiones un médico y no encontró nada raro. Firmó una hoja y
lo soltaron ahí mismo, en el estacionamiento.