Hospital

He aquí tratando de poner atención a la propia vida. Enfocar, observar y tratar de hacer que tenga sentido. Con lo difícil que es vivir de verdad. Ser alguien con significado, con objetivos. La historia te pone frente a los miedos. Aquello que nunca quieres que pueda pasar. De algún modo te preparas, pero no basta, no funciona, no es suficiente.
Viajé por su salud, porque lo adoro, porque es la persona más importante en mi vida. Sabía lo que vendría. Tendría que observarlo, escucharlo, tocar sus manos, hablar con él. Hacerlo ahora que ya no suena tan alto y hasta le cuesta un poco modular. 
Cómo hace uno para enfrentarse al desenlace de un padre. Qué tarea horrible y fundamental. El fin de un ciclo, de una era, de una historia, de una vida. La que más importa, la única que parece ser de verdad. Aquella que hace brotar la sangre, la que se lleva los latidos. Como los de una hija, una nieta, una madre. Y frente a ellas, la de un papá. 
Cómo duele. Cómo emociona acompañarlo. Parece que estuviera con un artista, con un dios, con una celebridad. Me cuesta tratarlo. No sé cómo hacerlo. Lo quiero tanto que solo quisiera mirarlo, saber que siempre estará. Su voz estaba suave. Parecía respirar lento y titubear. Miraba como asombrado. Lo estaba. Nunca había enfermado. Siempre corrió, pateó balones, estuvo parado. Siempre centrado en cuentas y ordenando el trabajo. 
Es un niño. Ahora lo es. Parece alguien que va creciendo más solo que acompañado. Sabe poco del sistema. Él es universal. Sale de lo común y de la norma. No hace nada normal, nada como otras personas, nada como se supone que sea. Impresiona su calma, la eterna sabiduría de estar bien siempre ahí donde está, donde sea, en cualquier lugar. 
La cosa empezó temprano cuando hablamos de las platas y los gastos. Cuando planificamos el futuro y las gestiones para lograrlo. Luego vino el aviso. Faltaba un examen más. Había que hacerlo ese día, esa mañana. Había urgencia, no se podía esperar. El plan obligaba a esperar una orden, pedir una atención, aguardar a saber cuánto costaba y hacer que se pudiera concretar. 
Avanzamos. Incluso en las últimas etapas de su andar, él prefiere ir manejando. 
En ese primer lugar, una clínica privada, no había sistema, se había caído, querían irse a sus casas, era tarde, era sábado, no podían atender, qué lata, otro adulto mayor más que necesita atención médica. Nos fuimos tranquilos, había tiempo, no valía la pena pelear y menos humillar a las personas que trabajan. 
En ese segundo lugar, otra clínica privada, sí había internet y electricidad, pero la máquina estaba mala, estaba en el sótano, llevaba semanas parada, no la habían arreglado, el procedimiento iba a costar más porque, en definitiva, desde ahí lo llevarían al hospital en ambulancia. Nos fuimos tranquilos, comenzaba una tarde larga. 
Llegamos a urgencias. Y no es que lo de mi padre lo fuera. O sea, tal vez lo era, pero tal vez ni tanto. Lo que pasa es que para hacer el examen rápido había que ingresarlo ya y no pedir una hora para tener que esperar más, tal vez incluso semanas. 
Urgencias de un hospital público de una ciudad pequeña de carácter regional, cuyo territorio ha pertenecido a más de un Estado y a más de una cultura. Era una mierda de lugar, pero las personas se comportaban humildes. Nadie ahí parecía tener gran capital social. Había pacientes, familiares, guardias, enfermeras, asistentes sociales y policías. Había una ley que daba prioridad a gente como mi papá. Él aguardaba callado, tranquilo como en toda su vida. Confiando en mi capacidad de hacer que las cosas salgan. Jamás lo defraudaría.
Llenamos la ficha y tocó esperar. Porque ir al hospital significa esperar, implica armarse de paciencia y hacer funcionar el sistema de salud pública. 
Los gritos de una vieja alteraron el lugar. Para adentro pensaba –esto comenzó. Una vieja gorda, borracha y fea le pegaba a una mujer más joven en el suelo mientras la tiraba del pelo. Había un tipo gordo y borracho tratando de separarlas. La vieja gritaba. Era un animal, un horco o una cucaracha. Un paco atinó a esposarla. La redujo y logró que se calmara. La metieron al furgón mientras pasaban a la joven a urgencias. El tipo que la acompañaba trataba de calmarla. Tenía su labio roto y le chorreaba sangre del mentón.
Sentado afuera había un tipo muy cuma que respiraba con dificultad. A cada tanto se paraba a putear a los de la ventanilla. –Estos weones no sirven pa ni una weá –decía. Y movía las manos, chispeaba los dedos, hacía muecas con la boca y tiraba escupos. Llegaron dos viejas atrás suyo. Una de ellas claramente era su mamá. La señora gritaba y lloraba desesperada. Balbuceaba por piedad y atención. Pedía de forma urgente que le salvaran la vida a su hijo. En su apoyo vino un abuelo desaliñado. Tenía un pelo y una barba indecentes. Tenía, además, un ojo en blanco. El viejo era horrible y aniñado. Apuntaba a los guardias y enfermeros con el dedo. Pedía que lo trataran sin violencia. Barza. Acto seguido llegó el, asumo, menor de la familia. Un gordo con cierto retraso que venía sin polera y sin mascarilla. Un guardia le pidió ponérsela. Saltó la vieja, el viejo y el weón que no respiraba. Los mandaron a todos para afuera. Se fueron a sentar, la señora se calmó y se puso a conversar con el guardia. –Van a tener que esperar no más señora, a su hijo no le va a pasar nada.
Llamaron a mi papá. Pedí entrar con él. Le revisaron sus signos vitales por séptima vez en cuatro días. Tuvimos que explicar por tercera vez en el día lo que tenía, lo que sentía, lo que le pasaba y la orden que el médico le había dado. Un escáner (abdomino no sé cuánto chucha) con doble contraste. Nos pidieron esperar.
Lo volvieron a llamar. Pedí entrar con él. No me dejaron. Me dijeron que me iban a avisar. Tuve que esperar afuera. Le dije al tipo de la puerta que se lo encargaba. Me llamó de vuelta. Me preguntó la edad, la de mi papá. Le dije que hablaba despacio, que yo tenía la orden y los resultados de la ecografía. Me dejaron pasar. 
Entramos al box de la doctora, una mujer de mundo trabajando por el pueblo y la ciudadanía. Era buena onda, directa y clara. –Lleva esta orden y pasen a la sala multiuso, al fondo a la derecha, habla con la enfermera. 
Nos sentamos en unos sillones reclinables. Era una sala pequeña entre urgencias y pediatría. Como que ahí llegaba la gente que necesitaba atención, pero no que le salvaran la vida. En la sala de al lado había más o menos unas siete guaguas llorando en brazos de sus madres. Al frente había una sala con camillas donde estaban los hospitalizados que tenía que tomarse un examen. Todos ahí estaban muy mal. No se movían. Solo dormían, respiraban. Iban al baño en delantal y arrastrando un atril con la bolsa de suero o medicamento. 
Estuvimos felizmente solos durante una hora más o menos. Tiempo que tomó revisar por octava vez los signos vitales de mi papá y hacerle por segunda vez exámenes de sangre. Los mismos de los cuales yo tenía los resultados desde hace dos días en mi celular. Dijeron que los resultados tardarían unas dos o tres horas, que teníamos que esperar. Me negué. Me dio un poco de rabia, pero fui tranquilo y le expliqué a la enfermera. No podíamos esperar y yo tenía los resultados. Logré que los mirara, que los revisara. Pensó, miró al techo y dijo que servirían, que estaban en la fecha, que mejor no esperar más y hacer el examen. Me preguntó la edad (la de mi papá), el peso, la estatura y los resultados de la creatininemia (o algo así). Hizo un cálculo a mano y pidió dos horas de suero para mi papá, antes del examen, para no dañar los riñones con el líquido de contraste. Teníamos que esperar. Nos sentamos tranquilos. Vino una enfermera, la más guapa del día, amablemente instaló una manguera en el brazo de mi padre y colgó la bolsa de suero al costado de la silla. Era pelirroja, se llamaba Virginia y con mi papá concordamos en que era, definitivamente, la más rica. 
Todo tan malo no era. Había guantes, vendas y parches botados, pero no tanto. El lugar tampoco olía mal a pesar de la cantidad de pacientes y la cantidad de trabajadores. Había un computador con la información del área: los en espera, los de cuidado intensivo, los de pediatría y los covid. Nosotros teníamos doble alcohol y doble mascarilla. Yo parecía una mamá sobreprotectora con mi papá. Hablamos harto, nos acordamos de cosas, cosas buenas y otras no tantas. Opté por contar tallas y burlarme de mis tías. Me acordé también del servicio militar y de las veces que me llevaron preso. Mi papá se reía. La pasamos bien. Nos hicieron bajar el volumen.
Entró a la sala un señor indígena, un tipo profundamente originario. Un trabajador del valle. Un boliviano con veinte años en Chile. Venía vestido como futbolista: zapatillas, calcetas, un short y una polera del equipo con su nombre en la espalda: Rubén. Jugaba de 6. Tenía una nariz tosca y poco se le entendía lo que hablaba. Le había picado una araña en la parcela. Tenía la pierna izquierda paralizada y, según él, le estaba subiendo la parálisis hasta el corazón. Traía un gran chichón, la picadura, en el muslo. –Tengo así ya casi un día –dijo. –Me han mandado del consultorio de San Miguel para acá. –El enfermero se dio cuenta que fue una araña. Revisaron sus signos vitales y le pusieron un medicamento a través de la vía conectada a la vena. Le pasaron un frasquito para que guardara la orina para un examen, cuando le dieran ganas. Justo entró su hija con un buzo y un polerón. La guardia la dejó saludar y le pidió que se retirara.  
Entró una mujer baja y medio gorda con el rostro demacrado y la mano tapándose la oreja y sobándose la cabeza. Atrás de ella venía una joven también medio gorda con el pelo largo ondulado y con un fuerte dolor en la guata. Venía llorando. Se encorvaba. Saludó –dijo buenas tardes– y nos contó que era la vesícula. La otra señora dijo que le dolía la cabeza, que estaba mareada, que quería vomitar, que era profesora, que sus hermanos eran enfermeros, que no tenía hijos, que era como la cuarta vez que venía, que no sabían lo que tenía y que estaba chata. Recomendó a todos estirar bien el brazo para que pase más rápido el remedio por la manguera. Mi papá la odió. Revisaron a ambas sus signos vitales y les pusieron un medicamento por la vía conectada a la vena. Se pusieron a conversar. La más joven tenía al marido afuera y este había dejado solos a los hijos de él y a la hija que tenían con ella. El mayor tenía catorce y, aunque se escribían por WhatsApp, igual estaba preocupada. Era enfermera y había trabajado en el hospital. Las dos se sabían los nombres de los medicamentos y los procedimientos exactos que les harían. –Prefiero otro parto que este dolor ¬–decía ella, la más joven, la de la vesícula. La otra vieja era enferma de latera. 
Pasadas dos horas llamaron a mi papá para el examen. Trajeron una silla de ruedas y me dijeron que me aprendiera el camino. –Usted nos acompaña y después lo trae de vuelta, ¿ya? –Ok –asentí. Llegamos a una sala medio oculta donde apareció un enfermero (o tecnólogo, no sé) medio gordo y de barba. Tenía lentes. Era medio ñoño y simpático. Me dijo que esperara afuera, que me llamarían si me necesitaban. La frase del día –pensé. Me quedé junto a la puerta. Me dio un poco de pena y, en mis términos cosmológicos, científicos y pineales, me puse a rezar. Al lado mío pasó una señora con su hija pequeña. Venía saltando en una pata, la niña. Iban para rayos. Mientras esperaba, escuchaba: respire profundo y retenga. Vuelva a respirar. Espere. Respire profundo y retenga. Vuelva a respirar. Espere. Sonaba una máquina.
El examen fue rápido. Salió mi papá en silla de ruedas con una  enfermera. Me explicó el procedimiento y la necesidad de que mi papá, orinando, botara el líquido de contraste que le habían metido para tener una mejor imagen de sus órganos. –La orden decía doble contraste, además –enfatizó. –Le van a poner suero ahora y tiene que tomar agua, mucha agua. Acuérdate, tiene que orinar –me decía. –Tiene que orinar, ¿ok? –le decía a mi papá. –¿De nuevo suero? –pregunté medio choreado. –Sí puh –me dijo. –No ves que tiene que botar.
Fuimos a la sala multiuso. Igual me perdí un poco en el camino, pero sirvió para distender un poco el momento. Cuando llegamos se habían ido las dos mujeres y estaban atendiendo a un joven indígena que estaba todo golpeado. Tenía las manos y piernas moreteadas, un corte en el pómulo derecho y un tajo en la pera. Andaba todo de negro y tenía un corte de pelo medio emo. La enfermera lo estaba curando y lo retaba. –Cómo se te ocurre salir a carretear con tu sueldo –le decía. –Tenís que ser más vivo –agregó. El chico algo decía y medio como que lloraba. Llegó su mamá con ropita limpia. Se fue rápido. Para él no hubo suero ni revisión de signos vitales. La mamá lo retó. 
Entró Virginia a poner otra bolsa de suero para mi padre. Linda ella. Gran trabajadora. Amable, atenta, delicada. –Hay que esperar dos horas para el suero y tres para los resultados del escáner –dijo. Yo cerré los ojos. Mi papá igual. Me senté al lado suyo. Nos miramos con cierta complicidad y reafirmamos nuestra impresión de Virginia. –El resultado lo ve un tecnólogo en Santiago y él tiene dos a tres horas para enviar de vuelta el informe –explicó. –Muchas gracias Virginia –le dije. Me miró medio extrañada. –Lo leí de su credencial –señalé. 
Con la espera mi papá se quedó dormido. Yo salí a dar una vuelta por el lugar. Un hospital puede llegar a ser algo exótico. Tenía que mear, además. La verdad es que fui a buscar a Virginia, pero estaba más que ocupada. Qué lugar de trabajo es la urgencia. Hay que echarle, sin duda. Tener vocación, cuero de chancho y un gran sentido de servicio público. Grandes personas. Se ríen, escuchan música y hasta bailan entre medio de la sangre, las muestras, las camillas y los enfermos. No entiendo cómo hay personas que llegan a reclamar. Por principio, creo yo, nunca se le reclama a un profesional de la salud, a un bombero y a un salvavidas. Todo el resto es puteable. 
Entré a un baño y debo reconocer que estaba corretiado. Me daba cosa el covid y tanto enfermo por ahí. Igual no me hacía drama. Trataba de no tocar nada no más poh, tenía además un alcohol personal y varias mascarillas. El lugar era amplio. Como un baño de la junta de adelanto de los sesenta, pero desaseado, corroído y húmedo. No había papel higiénico, ni toalla nova, ni alcohol. Con suerte había agua, ¡chucha! Hice rápido. Salí por un pasillo a buscar a la primera mujer que nos atendió, la doctora Peskin. Fui a un mesón a preguntar por ella. Estaba Virginia, le pregunté a ella. –Si no está en el box debe estar atendiendo pacientes –respondió seca, mirando a los ojos. Levanté las cejas, di las gracias y seguí dando vueltas. 
En algunos pasillos había sillones y en otros camillas. Estaban a un costado. Ahí atendían a las personas que venían llegando. En un solo pasillo había un gordo borracho roncando con el rostro moreteado. Sangraba un poco de la boca. Como que dormía la caña. Obvio, la habían sacado la cresta. A un costado había una abuelita a la que le daban comida en la boca. Cada vez que se acercaba la cuchara la abuelita chillaba. Era extraño. Estaba enojada. Comía, pero con rabia. La señora que le daba la comida, que parecía ser la hija, tenía mucha paciencia. En la camilla más arriba estaba una ciclista que había llegado hace poco. Venía con toda la indumentaria: lycra, coderas, rodilleras y casco. Tenía el mentón destruido y sangraba de la cabeza. Estaba con su pololo. Él lloraba, estaba muy mal. Ella parecía más tranquila. El tipo atendía lo que decía el médico. Este último era venezolano. Hablaba amablemente. Le indicaba medicamentos, reposo, la necesidad de una cirugía y rehabilitación; pero que iba a estar bien, que tenía que hacer caso y no volver a pedalear por un tiempo.
De un box salió un tipo mayor medio perdido. Salió mirando para todos lados. Estaba claramente borracho. Se afirmaba de la pared. Era alto, medio rubio y estaba todo sucio. Tenía la camisa rota y un solo zapato. Tenía un gran corte cerca del ojo derecho y otro más o menos abajo del labio. El ojo izquierdo estaba hinchado. Más allá de eso, mostraba gran seguridad y actitud. Era hasta medio galán diría yo. O se las daba. Parecía medio cuico, pero muy a mal traer. Se acercó muy presto a un mesón a preguntar dónde estaba el box que le habían asignado. Se apoyaba en el codo el weón, como quien pide un trago. –Pero si acaba de salir del box ¬–le decía la enfermera. –Vaya a descansar allá donde estaba. El tipo la miró extrañado, medio incrédulo, pero atinó a volver al box. Se reía. 
En uno de los sillones había un joven futbolista que venía llegando directo de la cancha. Estaba con el equipo completo, canilleras y botines. Era del club Gallo Salitre. Tenía el brazo izquierdo fracturado y le curaban unos cortes pequeños en el hombro. Su mamá llegó a acompañarlo. Entre que lloraba y lo retaba, pero lo besaba en la cabeza y le hacía cariño. El cabro se hacía la guagua. Le dolía el brazo igual. La mamá aprovechaba de cambiarle los botines por unas chalitas. Linda ella. Frunció la cara. Le dijo que usara talco, que le había dicho ya.
En general, todo ahí parece que lo hacen los de enfermería y los tens. La llevan. Médicos hay menos. En varias horas he visto solo a tres. Un venezolano, un argentino y una chilena. Parece chiste, pero es verdad. Todo muy integrado. Supongo que parte de la primera ola migratoria sudamericana. La buena. No como las últimas que han dejado caer lo peor del continente. El de Venezuela era amable, joven y para nada creído. Explicaba con mucha paciencia las indicaciones a sus pacientes. El argentino era más chanta, hablaba mucho y paraba más el pecho. Me abordó para pedirme los exámenes de mi papá. Los miró como con desconfianza. Preguntó por quién había dado la orden. –Un colega suyo –respondí. –Pero quién –dijo. –Cómo se shama. –Él –respondí mostrando el celular. –Sho no lo conozco –dijo. No dije nada. Me di vuelta. Seguí buscando a la doctora. 
Como que le hice la guardia en el box, que era el seis. –Si no está ahí, está en el ocho –me dijo un guardia. Buena onda. Fui al ocho y ahí estaba. Revisaba unos exámenes y resultó que eran los de mi papá. –Tome asiento –me dijo. –Justo iba para allá. La miré atento. 

– Estos resultados no coinciden con la eco.
–¿?
–Aquí lo que hay es una hernia. Lo voy a mandar a cirugía. 
–Ah. Ok. 
–Tiene la próstata grande, además. 
–Ok.
–Tiene que hacer dieta y tomar los medicamentos que le van a indicar en la ventanilla. 
–¿Dónde?
–Ahí atrás suyo –dijo señalando con el dedo.
–Ok. Gracias. ¿Algo más?
–Tiene que llamar para acá en cuatro días para que le den una hora para cirugía. 
–Ok.
–Igual puede que lo llamen antes, pero llame igual, ¿ya?
–Ok. 
–Ya, está listo. ¿Le pusieron suero?
–Sí, dos horas.
–Ya, está listo. Dígale a la enfermera que lo desconecte y se lo lleva a la casa no más. No está tan grave. Tiene una mediana gravedad. Tiene que hablar con el cirujano.
–Gracias.
–Que le vaya bien.     

Salí de ahí más tranquilo. Caminé lento de vuelta a la sala multiuso. Estaba Virginia sacando unas jeringas y una bandeja. Me fijé en cómo otros la miraban. Todos, en realidad. Tremendo efecto en los hombres y en las mujeres. No los culpo –pensaba. Es hermosa, alta, joven. Además, su pelo largo rojo como que le daba vida a ese lugar. Pareciera que de por sí ella hiciera todo mejor. El uniforme le quedaba espectacular. Desnuda debe ser exquisita. Juro que hasta el pololo de la ciclista le miró el culo mientras lloraba. Es que era magnífica, en serio. Como de fábula: fabulosa. Algo poco usual, tal vez, para la salud pública. Mi papá se despidió de ella. 
Abrigué a mi padre con una chaqueta en su espalda y salimos tranquilos caminando por los pasillos. Eran las 01:36 horas del domingo. Habíamos llegado el sábado a las 14:15. Salud pública. Nada del todo bien, pero tampoco todo tan mal. Hay que esperar, nada más.

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