Mujeres de la vida


Si de mujeres se trata, tengo mucho que decir. No solo hablo de amigas y parejas, sino también de mi familia: mi madre, mi hija y mi nieta. Tres mujeres muy distintas con quienes he compartido momentos a lo largo de mi vida. Hasta ahora no había reparado en la importancia que todas ellas tienen en mi biografía. Algunas son consanguíneas, otras mis mejores amigas, y algunas han sido parejas.

Recuerdo la última vez que estuve con las tres juntas. Me sentí un poco agobiado. No fue fácil. Cada tanto salía al patio a buscar al perro, Jake, para tener un amigo. Me gustan las mujeres, el género femenino, pero a veces también me irritan. Me hacen sentir débil, avergonzado, emocional y sentimental. Y parece que eso les divierte. Personalmente, prefiero enojarme, pelear, ganar y sentirme fuerte. Y eso también les gusta. ¿Quién las entiende?

Cuando paso tiempo con las mujeres de mi familia, sea juntas o con alguna de ellas, me empapo de cierta empatía. Genero compasión, comprensión y bondad por ciertas cosas. Me desborda la felicidad y alegría, o la introspección y tristeza. Me sacan de mi hombría y me transportan al lado femenino de la existencia. Eso me carga, pero también me da risa. Me pone nervioso e inseguro. Y claro, ellas, las amigas o las parejas, felices de la vida. Si uno se pone a cocinar, a tener gestos, regalar cosas o escribir poesías, les encanta.

Sin embargo, sea como sea, siempre esperan lo mejor de uno. En todas las materias. Un desafío, a veces una delicia, en otras un desconcierto. Para bien o para mal, una tormenta en el desierto. Hay que responder como hijo, padre, abuelo, pareja, amigo, amante. Nos hacen dudar de nuestra individualidad, autonomía e independencia. Te mantienen en alerta y se hacen las lindas. A veces se enojan y en otras ni siquiera te prestan atención. Además, nos hacen gastar dinero.

Pero son lindas, y las personas lindas se pueden dar esos lujos. Ser molestas a la vez que imprescindibles. Ellas, las más bellas, que huelen tan bien y son tan suaves. Tienen esa mirada que las hace hermosas, ese abrazo preciso que altera el estómago, el corazón y la sangre. Solo espero que estén bien siempre. Que no desaparezcan.

He crecido, envejecido. He flexibilizado mi rigor. Sí, crecí queriéndolas, pero también odiándolas. Me gustaban, pero las hería cada vez que podía. No me controlaba. Las amaba y después ya no. No sé por qué. Supongo que no las comprendía. Bueno, ahora tampoco, pero ya no disfruto verlas sufrir. Con todo, he cambiado. Estoy más blando, cariñoso y atento. Y me ha ido bien con ellas, debo reconocerlo. Una psicóloga diría que he perdonado a mi madre, que me he perdonado a mí mismo. Puede que tenga razón, pero me niego a reconocerlo. O sea, de algo hay que pelear. Nunca tan planos, tan aburridos, tan perfectos. 

Hombres del mundo, uníos. Ni uno menos.


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