Él buscaba escorts y se topó con un aviso distinto, casi extraño: bien redactado, ortografía impecable, mezclando frases en español e inglés. Tres fotos en blanco y negro, sensuales, más estéticas que explícitas. No parecían hechas para ese fin, sino prestadas para la ocasión.
Escribió por WhatsApp y acordó una cita. La oferta no llevaba nombre, solo una breve descripción. Otro detalle llamativo: no había anuncios previos en el perfil. La respuesta fue simple: si llegas antes de las 23, en 3 Norte 670; si no, en otro lugar.
A las 22:30 estaba allí. Era un night club. El sitio era amplio, limpio, con buen aroma y una elegante atmósfera en penumbra. La música, instrumental y envolvente. Había una mujer en la caja, otra en la barra, otra atendiendo junto a un joven, y un guardia custodiando una puerta cerrada. En la tarima, dos mujeres hermosas bailaban en caños. El ambiente, lúgubre, aunque bien cuidado. Caro, además.
Se sentó en la barra, pidió un gin y avisó a la barwoman que esperaba a alguien. Ella sonrió: —Soy yo, la del aviso.
Se miraron. Él, con sorpresa. Ella, con naturalidad. Linda, relajada, feliz. Una sonrisa bastó para disolver la tensión. —Termino mi turno a las once. Espérame y vamos a lo otro —le dijo.
Como no había demasiado público, conversaron largo. Ella se presentó: trabajaba allí solo en verano, juntando dinero. Era diseñadora industrial, estudiaba un posgrado en Turín. Lo otro era un ingreso adicional, para completar las lucas.
En el club no bailaba: servía tragos y, a veces, se encargaba de la caja. La dueña, en realidad, era la hija del propietario. Una joven de belleza imponente y mirada dura, compañera suya en la universidad de Viña, que cada verano le ofrecía trabajo. —El sexo me gusta, claro —dijo ella—, pero prefiero separar los trabajos. Aquí, solo el bar. Afuera, el resto.
A las once en punto llegó el relevo. Salieron juntos. —Irónico, ¿no? —dijo él, pensando que, más que cliente y escort, parecían amigos, casi una pareja.
En el auto, ella le habló de su frustración profesional y de la suerte que había tenido al llegar a Europa. Recordó su talento para el diseño: en la enseñanza media había ganado un concurso de diseño deportivo. En la universidad fue la mejor, aunque nunca recibió apoyo para salir del país. —No me dieron becas porque era guapa y maraca —dijo.
Con esfuerzo, logró viajar a Italia en el último semestre. Arrendó una pieza, trabajó de garzona, visitó el Politécnico de Turín y buscó entrevistas. Llegó hasta el director de admisión del programa aeroespacial. Él se enamoró de ella, pero no pudo saltarse el proceso de postulación. Así que estudió, armó un proyecto, tramitó papeles desde Chile y esperó. Como no le alcanzaba el dinero, terminó viviendo en casa del director. Un tipo divorciado, de 46 años, con dos hijos adolescentes. —El mayor me joteó —contó riendo.
Finalmente postuló y fue aceptada. Obtuvo el segundo lugar entre los aspirantes y una beca completa en el doctorado en Ingeniería Aeroespacial: matrícula, manutención, alojamiento, alimentación y transporte. —En Italia no entendían cómo en Chile no vieron mi talento. Es que acá se desperdicia mucho —comentó él. —Somos chaqueteros —respondió ella.
Lo otro terminó siendo una cita memorable. Ella tenía mundo, humor y una actitud especial: no perder ninguna oportunidad. A veces, imprudente, lo reconocía; pero afirmaba que la vida había que aprovecharla entera. —Aunque seas la mujer más noble, si eres linda, con carácter y hablas idiomas, te van a juzgar —decía—. Sobre todo las minas. Los hombres, en general, solo quieren culiar. Y eso, para mí, lo simplifica todo.
Pasaron horas juntos. Por algún motivo, no hubo transacción. Tú entiendes. Eres claro, terapiado, un caballero. Me caíste bien. Me gustaría verte de nuevo —dijo ella, y le dio su teléfono personal—. Soy Antonia, por cierto. —Un gusto, Antonia. Álvaro.