Espiral


Tengo una relación con la mujer, con las mujeres. Con el sexo, con el género femenino. Con su existencia, sus vidas y sus formas de ser. Debo decirlo: me encantan, aunque no siempre todo estuvo bien. Tengo que hablar de esto, y hacerlo en buenos términos. Sin ego, sin culpa, sin pena ni miedo.

Tengo madre, hija y nieta. Historias hermosas y disfuncionales. Tengo buenas amigas. He tenido muchas parejas. Algo hay ahí, lo sé. Claramente, no resuelto. Desde pequeño fue amor y odio, una especie de vínculo intenso. Algo que me hacía —y aún me hace— quererlas mucho y, a veces, no querer verlas más. Como sea, y agradezco eso, siempre están.

No es fácil. Provoca pudor referirme al tema. Sin embargo, debo admitir su veracidad. De pequeño, amigo de las niñas. Tan así, que mi sexualidad entró en discusión. De adolescente, lo mismo, además de un inmenso deseo. En casa era alentado a eso. Mi madre y mis tíos, sobre todo, insistieron. Llego un punto en que solo obtenía permiso y dinero si salía con una mujer. Mis primas, tempranamente sexualizadas, fueron mi formación.

Fui un padre precoz. Irresponsable y confundido. Sin la determinación que correspondía. Comencé a tener una pareja tras otra y, al cabo de unos años, había acumulado dramáticas historias de abortos y paternidad fallida. Mal, aunque real. Lamentablemente, a veces, irónico y normal.