Vértigo


Un sueño: azotea, piso veintiséis. Domingo por la tarde, finalizando el invierno.

Ella avanza por el pasillo: cautivante, indescriptiblemente hermosa. Alta, más de lo común. Conmovedora, como una celebridad.

Saludarnos fue un baile incierto en el espacio. Una vacilación del deseo que devino en un beso explosivo. Y, como buenos adultos, primó el criterio: dimos paso al vertiginoso proceso previo al sexo. Todo aquello que significa comer la vida, beber alcohol y jugos mutuos, reír, bailar y disfrutar de la vista que unía costa y desierto.

Algo cambió durante la sesión de fotos. Las miradas se cruzaron sin desapego. Avanzaron pasos y manos al frente. Surgió un lenguaje claro, elegantemente corporal y gestual. Se impuso la necesidad de abrazarnos y respirarnos, de enlazar nuestras espaldas para no soltarlas jamás.

El fuego evaporó el aire libre. La piel, ya menos cubierta, se estremeció helada sobre la superficie. Las palabras se tornaron soeces. A pesar de la exposición y las cámaras de seguridad, la piel estalló en poros abiertos. Nada se interpondría. Comenzamos a estar juntos.

Dibujamos diversas formas de compañía. Valoramos el acto, no el rol social. Qué importa cómo, cuando se trate de acuerdos bellos y dialógicos.

El amor, como el horizonte, resiste al viento. Se sostiene en el vértigo de los cuerpos que se buscan y en la promesa de no abandonarse.

La ciudad quedó al margen. Solo importó el roce y el eco. En ese lugar se gestó algo inolvidable: un pacto de quienes decidieron persistir.