Un cuerpo que, en sus últimas llamas, es absorbido por la arena.
Desaparece entre pequeñas dunas, entre pliegues de granos incandescentes por el sol.
Se hunde, cae libre en un universo de moral, de vergüenza, de pérdida.
Un cuerpo deseando no serlo, no estar, no ser.
Un cuerpo y un prontuario de caídas: experiencias aterrantes, indigeribles, objetivas.
Un cuerpo que, atravesando la arena, da con el mar y su inmensidad.
Un cuerpo que, en las profundidades, encuentra una caverna y la atraviesa buscando su luz.
Cuerpo y existencia doliente.
En confusión, caos y desespero.
Aprendiendo aún que no se sabe nada.
Que no hay control absoluto.
Que se puede caer en cualquier momento, en cualquier lugar.
Que es la peor forma de desconectar:
esa que no expresa honor ni coherencia.
Un cuerpo —o algo como eso— en un camino errado,
deambulando sin rumbo por calles con cierto sentido,
sin explicación, argumentos, dignidad ni valentía.
Un fondo de poesía, de dicho popular.
Aun así, un cuerpo que emerge, respira, vuelve.
Nuevamente siente el viento en la cara.
Siente libertad en un lapso de vínculo con la naturaleza.
Así como en política, en la vida, tal parece, ningún cuerpo muere.
A pesar de las lesiones y las cicatrices.
A pesar de no poder levantar la cabeza —al menos un tiempo—,
sigue el aire cálido y limpio.
Persiste una humillación, sí,
y se aprende, y se busca redención.
Por más brusca y dolorosa que sea,
posterior a la caída y previa confirmación del pulso,
al cuerpo le toca pararse, limpiarse, respirar.
Seguir seguro y convencido
de que algún día no habrá más oportunidad.
Que un día será como antes de nacer:
como cuando no había nada.