Fuego bajo los pies.
Brasas de madera, de papeles y de mentiras.
Un atardecer intenso se abre paso:
no es luz, es una tormenta.
Todo avanza lento, casi inmóvil,
como si cada lapso quedara suspendido
en una biográfica cámara lenta,
entre gritos y lágrimas convertidas en vapor.
Permanezco estático frente a una explosión:
estallido de silencios ocultos,
evocación profunda de un armagedón,
de una muerte segura, espantosa, cercana.
Mareas de llamas libres se despliegan.
No el mar hermoso —ese ya es apenas un recuerdo—,
sino la guerra en su crudeza:
la fiesta negra de cuerpos partidos por bombas y misiles.
Espasmos de olor a quemado:
indignación pura, sensación inolvidable.
Una purga de toda nobleza, calamidad que se derrama,
antorcha que prende y apaga la vida a su antojo.
Un calor infernal se instala.
Soledad, terror, apatía: la novela cotidiana.
Golpes de poder que destruyen la tierra,
la aniquilan y vuelven la ciudad un cementerio.
El aire mismo quema, como alcohol,
como alquitrán, pólvora o veneno.
Nada queda por rescatar: solo morir,
o desaparecer, nacer de nuevo, florecer.