Ahí, abajo. Ahí surge la rebeldía: del barro seco tras la caída, de la sangre costrada, de moretones y hematomas.
Espacio oscuro. Calabozo con una leve entrada de luz. Una mezcla de humedad y olores turbios. Recovecos sucios y averiados, como representación de las vísceras.
Nunca termina. Siempre se mueve la vida. Un devenir que todo lo cambia: lo estropea y luego lo sana. Va y viene. Sube y baja. Dibuja orillas como mareas. Se expande como un latido: pulso, ritmo, movimiento.
Duele sin matar. Avergüenza sin apagar la sonrisa. La piel aprende: sabe regenerarse y abrigarse en cualquier lugar. Impacta y golpea, mas no derriba. Aunque lentas, son piernas bien plantadas. Y una mente, además, dinámica y funcional.
Qué será esto, entonces: esto de ser, de vivir, de existir. De hacer algo todos los días. De adoptar roles y actuar. De respirar, comer, dormir. De ser consciente de no saber nada. De tener calle, saber moverse, ser amable, mentir.
Será lo de siempre: un regalo, un presente. Un punto de luz en medio de todas las arenas. Algo grande y pequeño, evidente e invisible a la vez. Un caso más entre tantos que dan vueltas. El más importante, ahora.
Sí, ahí abajo nace la sobrevivencia. En ese fondo mentado. Esa nube espesa, con olor a encierro y metal. Ese abismo que transforma a unos y devora a otros. La etapa más densa de la curva: la del lodo, la del temor. La de saltos precipitados. La de caminar, a veces, entre piedras, brasas, cristales.
Será calma cuando abrace el sentido, el propósito: aquello que sostenga la plenitud con amor, felicidad, rabia o pena. Cómo será eso: cuando nada moleste y todo dé igual, cuando todo tenga valor en sí mismo.
Reflexión que se apaga con un saxofón, se recoge en la simpleza del lofi y retorna con la suavidad de la bossa nova. No deja de sonar. Se mueve como el mar: a veces un abrazo, a veces un golpe que estalla la niñez contra las rocas.