En los aeropuertos se han escrito libros. Conozco uno, al menos: Aeropuertos (2010). Es un libro sobre una familia disfuncional. Lo escribió Alberto Fuguet, por cierto, quien ya forma parte del canon de la literatura chilena. El libro: pequeño, veloz, adictivo. No es de bolsillo, aunque podría serlo; contiene, sin embargo, una gran historia. Contemporánea. De personas jóvenes jugando a ser, sin haberlo deseado, madre, padre e hijo.
Una historia tan particular como universal. Gente herida, sin claridad sobre sus sentimientos. Un padre ausente que quiere estar. Una madre dependiente que se esfuerza por mejorar. Un hijo extraviado por dentro, claro y preciso, aunque sin saber si vivir o dejar de respirar. Un buen libro: biografías algo tristes y reales, bien contadas, que además se complementan con un cortometraje, Dos horas (2009). Tan propio de Fuguet, narrando en distintos formatos.
Este autor tiene historias que me representan. Escribe como vivimos muchos en los noventa, a comienzos de siglo y ahora, en tiempos postpandemia. Sobredosis (1990), Mala onda (1991), Por favor, rebobinar (1994), Tinta roja (1998), Las películas de mi vida (2003), Cortos (2004), Prueba de aptitud (2006), Missing (una investigación) (2009), Juntos y solos (2014), entre otros. Qué forma de reflejar la realidad: conectando contextos, trayectorias, generaciones. Relatando historias autoficcionadas —supongo— de personas reales: héroes y heroínas de lo cotidiano.
Incomprendido en sus inicios (¿quién no?), mal tachado de “cuico”. Es, en realidad, algo entre sociólogo, periodista, escritor y cineasta: narrador. Un artista. Frontal, irónico, realista. En mi opinión, superior y genial. Fuguet no sucumbió ante su arte: no se destruyó como Alejo Cortés en Invierno (2015). Pareciera que cayó, se levantó y siguió, como Gastón Fernández (Se arrienda, 2005) o Ariel Roth (Velódromo, 2010). No le interesó ganarle a la vida, aunque de algún modo lo hizo —o trabaja en eso—. Crítico, valiente, determinado. Persona de opinión y postura. Sus libros se han integrado a la historia nacional, McOndista y global. Es, además, amigo de Mike Patton, Gonzalo Frías, Pablo Cerda, Héctor Soto y quién sabe cuántos extraterrestres más.
No he leído ni visto toda su producción. No, al menos, más de una vez. En su trayectoria, asumo que No ficción (2015) y Sudor (2016) manifiestan un cambio en su vida, así se percibe con distancia. Aunque creo que, en definitiva, todo sigue igual: su narrativa sigue siendo fenomenal. Se lee como en una pantalla. Es como ver una película poblada de personas solitarias, sensibles, creativas, inteligentes, ni tan integradas.
Otra cosa que siempre me pregunté: si hubiera hecho lo que Alejo, ¿habría sido eso después de Sobredosis? Qué bueno que no. Al final, los que sobreviven valen tanto como los que murieron: como Waters, McCartney, Dylan o Jorge González.
Fuguet abrió mi mente y aportó sentido. Lo poco que sé de arte, de cultos, autores, directores, críticos e historias urbanas, lo aprendí de él: leyendo sus libros, viendo sus películas. Con él conecté con Vargas Llosa, Puig, Bolaño y Marcela Paz; conocí a L. Rivano y A. Caicedo, a Ford Coppola y a Allen. Cultivé, asumo, parte de la personalidad de sus personajes. Muchas veces, entre amigos, comenté datos o eventos que nunca conocí, pero que leí en sus libros. Siempre le creí, y todavía lo hago. Me gusta su pasión, su rigor, su redacción pragmática. Escribe de sí, de aquello que conoce. Me gusta que cada persona de su mundo —aunque anónima— sea una celebridad. Fuguet da esperanza: cualquiera puede tener algo interesante que contar. Toda vida, al menos, gira.
Alguna vez, cuando existía Cinépata en la web, publiqué un par de críticas de películas editadas por Juan Pablo Vilches y gané uno de sus libros: Cinépata (2013). Fue lo más cerca que estuve de su vida. Nunca lo he visto. No he ido a ninguna de sus presentaciones. Espero hacerlo algún día: saludar, manifestar mi respeto. Ha sido una compañía. Un creador que ha hecho de los días algo más interesante, algo mejor.