Caminar por el pasado


No resulta tan malo. No mata, no revive, pero sirve. Darse una vuelta, mirar calles antiguas, ver rostros de otras épocas, rememorar. Recordar cómo era, ver cómo está, comparar.

Es un momento extraño. Más por las circunstancias que por círculos no cerrados. Si hemos de caminar por el pasado, no puede ser muy tarde: hay que hacerlo temprano.

La ciudad ha cambiado. El barrio está más sólido, apretado, encerrado. Más allá de la noche o el día, no había personas caminando, tampoco niños jugando. No había adolescentes en las esquinas ni gente fuera de sus casas. Todos adentro: mucha luz, cámaras en cada rincón, carteles de operativos de vigilancia popular.

No se veía mal. Más bien parecía un entorno desconfiado. Ya no una población piola, como la que conocí. Había menos tierra y menos madera; más asfalto, ladrillo y concreto. Más negocios que almacenes. Poca locomoción, aunque muchos autos estacionados.

Quise captar los olores que recuerdo, pero no los encontré. Anduve por las mismas calles de hace más de treinta años, a la misma hora en que solíamos jugar. Todo estaba ordenado, limpio, bien ornamentado, pero nadie afuera. Nadie en el poste, la reja, el parque o la plaza.

La falta de bulla fue tal que caminé rápido, queriendo no molestar. Miré mi casa y la de muchas personas conocidas. Solo un perro salió a encararme. Me miró serio, con autoridad. Lo respeté: inflé el pecho y seguí un poco más allá. Doblé en las mismas esquinas que antes eran de tierra y vi cómo cada peladero estaba hoy lleno de casas.

En mi afán por ver el origen, me dirigí a la casa donde viví los primeros cinco años. Un pasaje amplio, pero oscuro. Asfaltado. Me quedé parado y una alarma comenzó a sonar: una sirena en la calle. Si bien no iba a robar, solo estaba recordando, parecía que era tarde y todo había cambiado. Por algo no había nadie. Me fui tranquilo.

Las cámaras de cada pasaje captaron mis pasos sin sentido. No fui a ningún lugar, no visité a nadie. Solo caminé mirando. Como turista, espía o ladrón. Registrando todo en la cabeza, mirando como película, sintiendo mucho en el corazón.

Algo de ese sinsentido —porque para mí era una caminata conmemorativa de la infancia— llamó la atención de la vigilancia municipal. Se activaron los protocolos. Sonaron las alarmas.

Seguí caminando con los pies tranquilos. El corazón, algo más rápido.