Ecos del abismo
Morder un durazno con pasión.
Aspirar su aroma, absorber su dulzura.
Hundirse en lo profundo, respirar el abismo.
Más allá del cielo, casi rozando el corazón,
sentir los gritos de un mundo agitado:
caos, ardor, lujuria desbordada.
Saqueos de piel, violencia adictiva,
un enigma que seduce
como un oasis en el desierto,
calor en un recoveco empapado.
Palpar la textura de los poros,
observar con el ojo de un microscopio.
Ver los vellos erguirse,
el hedor brotar como un secreto.
Seguir al vapor que danza en los colores del espacio.
Verter sueños junto al humo,
mover el cuerpo al ritmo del deseo.
Beber la niebla de un beso,
amar hasta las llamas del placer.
La sangre se arremolina,
exige estallar del cuerpo
como un relámpago en un parque desierto.
Roce. Silencio que acaricia.
El tenue pulso de una interacción.
Latidos unísonos, desesperados,
manos que se aprietan como dagas
clavándose hasta el alma.
Algo se revuelve en las entrañas,
afecta el estómago, el cerebro,
y rompe la frágil seguridad de las palabras.
Pero nada importa salvo estar ahí,
dentro del universo,
en una matriz de bienestar.
Hacer temblar al egoísmo,
abrir, avanzar, no detenerse jamás.
Quedarse, como quien ha encontrado la eternidad.