El arte de caer


Caída. Azote. Golpe que se intuye y no sorprende.

Dolor. Clamor estridente. Súplica sin ninguna convicción.

Pérdida, abandono: un derrame invisible de sentido,

de todo gaseoso significado,

un vacío cotidiano que gotea por las grietas del alma.

Ella, quien perdura.


Asombro amargo en el aire.

Inhóspitas partículas danzando por el cielo.

El aroma punzante de la crudeza, la miseria y la maldad, 

toda una esquina,

se mezcla con el eco metálico de una urbe fracturada.

A veces, medio podrida.

Un desastre entre el asfalto, fugas de dinero,

compromisos evaporados en la fiebre del ego.

Quién otro.

Denso, caótico, egoísta.

Culpa omnipresente que observa y escucha.

un espacio erizado de barrotes invisibles,

rejas forjadas en la moral de los demás.

En la insana disciplina.


La vida, como agua, encuentra siempre una grieta,

una fluidez inesperada bajo un contexto seguro,

aunque incómodo en su pragmatismo.

Miradas fijas, cuerpos tensos,

sueños sin alas, sin cables arriba ni raíces abajo.


Pero en un rincón de esperanza,

como un cálido sendero rumbo al mar,

las olas emergen con su danza salvaje.

Corrientes que arrastran lo viejo,

mareas que acarician lo roto,

ondas que susurran la promesa de estar mejor,

de conectar, de ser, simplemente ser.

El sol, siempre presente,

un dios ardiente que no permite que lo mires,

pero se filtra en cada rincón:

flores, almas, sueños dormidos.

Una explosión de luz vinculando lo perdido.


Caer no cesa. Una y otra vez.

Pero aprender a caer,

ahí yace la épica.

Hacer de la pérdida un vuelo breve,

de la descoordinación, un inicio.

Hoy, un cambio se asoma.

Un fin. Un principio.

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