Sé cómo llegan las imágenes al cerebro, pero no por qué. No entiendo por qué dirijo la atención hacia ciertos aspectos de la vida. Por qué no puedo fijar la mirada en algo mejor, en algo bello en todos sus matices.
La ciudad no colabora. No es un museo a cielo abierto; si lo fuera, sería el de una historia mediocre. Aun así, representa algo. Es el reflejo cultural de quienes la habitamos. Y lo que se ve no es muy alentador.
Todo luce bien en su inauguración. Pero rápidamente aparece el deterioro: lo descuidado, lo mal atendido, lo abandonado. La suciedad parece una condición natural. Nada sorprende. Todo se mancha, se rompe, se destroza. Incluso se roba, como si fuera universal.
Las calles están en mal estado, fragmentadas, inconexas, sin estética ni lógica. No hay una mirada integral del espacio. Se planifica en función del costo o la urgencia, no del bienestar ni del arte. Lo común es encontrarlas orinadas, llenas de basura, con mal olor, teñidas de un gris perpetuo.
En las veredas, los adictos. En la administración, la desidia. En las casas, la resignación. Una comunidad que se ha vuelto mediocre: mal educada, corrupta, sostenida por autoridades que mienten sin pudor.
El espacio público ha perdido valor. La ciudad es una evidencia de desarrollo incompleto, de territorio saqueado, corroído, enfermo. El aire solo sobrevive gracias a los cuerpos que lo transitan. Y su base es la miseria, la desconexión, la ausencia de solidaridad, tanto política como cotidiana.
El parque vehicular es otro síntoma. Algunas zonas parecen vertederos de autos. La contaminación es visible, medible, evidente. Hay hogares con más máquinas que personas. La chatarra se ha convertido en lujo, en juguete, en símbolo de pertenencia. Y eso también lo asumimos como normal.
Reciclar o gestionar la energía son conceptos lejanos. Las llamadas ciudades inteligentes, una promesa mal entendida. Más conexión, hoy, parece sinónimo de más estafas, más control, más crimen global.
No se trata de lo que compramos o del servicio que contratamos. No es un problema de precio, calidad o duración. Es que nos falta algo. Algo que no se adquiere fácilmente: una forma de vida basada en el sentido, en el propósito, en una filosofía personal y colectiva.
Siempre hemos tenido buenas ideas. Y muchos productos han sido útiles. Pero nuestro comportamiento los desfigura. Y detrás de ese comportamiento, quizás lo que hay es dolor. Un cúmulo de heridas sin tratar.
Porque, en el fondo, este sistema solo se valida por su capacidad de ejercer violencia, por su resistencia al conocimiento y, en lo concreto, por la acumulación de capital.
Todo luce bien en su inauguración. Pero rápidamente aparece el deterioro: lo descuidado, lo mal atendido, lo abandonado. La suciedad parece una condición natural. Nada sorprende. Todo se mancha, se rompe, se destroza. Incluso se roba, como si fuera universal.
Las calles están en mal estado, fragmentadas, inconexas, sin estética ni lógica. No hay una mirada integral del espacio. Se planifica en función del costo o la urgencia, no del bienestar ni del arte. Lo común es encontrarlas orinadas, llenas de basura, con mal olor, teñidas de un gris perpetuo.
En las veredas, los adictos. En la administración, la desidia. En las casas, la resignación. Una comunidad que se ha vuelto mediocre: mal educada, corrupta, sostenida por autoridades que mienten sin pudor.
El espacio público ha perdido valor. La ciudad es una evidencia de desarrollo incompleto, de territorio saqueado, corroído, enfermo. El aire solo sobrevive gracias a los cuerpos que lo transitan. Y su base es la miseria, la desconexión, la ausencia de solidaridad, tanto política como cotidiana.
El parque vehicular es otro síntoma. Algunas zonas parecen vertederos de autos. La contaminación es visible, medible, evidente. Hay hogares con más máquinas que personas. La chatarra se ha convertido en lujo, en juguete, en símbolo de pertenencia. Y eso también lo asumimos como normal.
Reciclar o gestionar la energía son conceptos lejanos. Las llamadas ciudades inteligentes, una promesa mal entendida. Más conexión, hoy, parece sinónimo de más estafas, más control, más crimen global.
No se trata de lo que compramos o del servicio que contratamos. No es un problema de precio, calidad o duración. Es que nos falta algo. Algo que no se adquiere fácilmente: una forma de vida basada en el sentido, en el propósito, en una filosofía personal y colectiva.
Siempre hemos tenido buenas ideas. Y muchos productos han sido útiles. Pero nuestro comportamiento los desfigura. Y detrás de ese comportamiento, quizás lo que hay es dolor. Un cúmulo de heridas sin tratar.
Porque, en el fondo, este sistema solo se valida por su capacidad de ejercer violencia, por su resistencia al conocimiento y, en lo concreto, por la acumulación de capital.