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Mostrando entradas de febrero, 2019

Registrando para real-izar

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Las fotografiaba desde atrás. Hermosas, libres, esperanzadas. Simulando volar en el aire. Construyendo una vida, creciendo. ¿Cómo ha de ser para ellas esa sensación de vida normal-segura-alegre? ¿Cómo ha se de ser eso que estimo como tal? ¿Cómo sería, entonces, empatizar? Sí es relevante pertenecer. Y ese algo debe gustar, interesar, absorber.   Han pasado varias cosas, como siempre y para todos. Una desesperada caída en el mar, el ahogo bajo el agua, la sensación de que algo puede salir mal. Miedo, mas no ajeno a control mental y corporal. Una especie de indicador de existencia, sentido y naturalidad. El cotidiano entrenamiento para aquello que tal vez sí, tal vez no, tal vez sí-tal vez no, ha de pasar. Visité perros ensordecidos. Un lugar de extraña y tenebrosa cotidianidad. Un pedazo de infancia y trozos de familia que se van tejiendo en conversaciones con un padre. Un hombre de belleza interna eternizada en el tiempo. Respiro que inunda lo

Paternidad

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Como resulta ser clásico en una historia como esta, aun cuando sea la estricta verdad, la mamá de ella abrió su notebook y husmeó en su diario. Vieja de mierda, ni toda la preocupación del mundo la justificaba. Obvio, el detalle la espantó, creyó morir. Su hija en su primera relación se había iniciado por el culo. La señora no aguantó y fue a hablar con el padre, fue a acusar una aberración carnal descontrolada que se gestaba entre dos jóvenes. El señor sonrió. El esposo llamó al joven para hablar con él de hombre a hombre . Su franqueza fue impactante. Fue en extremo directo. Él iba para ser golpeado, pero se encontró con un hombre progresista y contemporáneo. El señor se mostró emocionado, acongojado, no molesto por el sexo, sino porque su hija lo calló. Se culpó, se juzgó, se cuestionó. Pero lo mejor estaba por venir. Después de secarse las lágrimas, ofreció construir una pieza en su casa para que pudieran hacer el amor tranquilos. Al joven le vino una fuerte picazón en el cuer

Delinquiendo

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Ya llegando al lugar, influenciado por la marihuana, se observó a sí mismo ahí sentado en un vehículo policial a punto de llegar a la posta de un hospital público de ciudad grande atestada de gente, bajando esposado de una patrulla. Agrandó los ojos, se sorprendió, no podía ser más cinematográfico. Se reía solo. Pensó que era lo más obvio: era nuevo en la ciudad, nadie lo conocía, nadie sabría quién era el preso. Podía bajar tranquilo, no iba pasar ninguna vergüenza. Es más, podía ser cualquier delincuente, cualquier maleante que quisiera: ladrón, narco, lanza, sicario. Esto pasaba a ser relevante, mediático, podía asumir el rol de bandido, creerse uno, bajar del vehículo como el más peligroso, el más buscado, el más temido. Cerró los ojos, respiró, sonrió por última vez. Cuando se detuvo la patrulla y abrieron la puerta, bajó con una iconográfica cara de malo y el pecho inflado, mirando fijo a todos los que estaban ahí. Asumía que daba miedo y se pasó miles de rollos.