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Mostrando entradas de septiembre, 2014

Molly Maxwell (2013)

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El sexo es el motor del mundo. ¿Lo es? Nuestros actos, ¿tienen una determinante sexual? Molly (Lola Tash) estudia en la Escuela Progresista Phoenix, una institución especial para artistas y gestores culturales. Un lugar donde se aprende en espacios libres y creativos, bajo una entera voluntad del estudiante. Pero donde la competitividad y la autosuperación son igual de desbordantes que la realidad social. Molly vive con sus padres y su hermano, un prodigio del piano que espera entrar a Phoenix. Son una familia normal. Se aman. Son transparentes, honestos, francos y anticapitalistas, creo. Al menos sus intereses están en el arte, la cultura y no en el consumo. Son objetivos, civilizados y elegantes. Molly crece, aprende, crea. Es una adolescente, se apresura y siente. Percibe y trata de comprender. Pero a veces se pierde, se esfuma, vacila y deambula por sueños e intereses. En ocasiones quiere ser invisible, anónima o desconocida. Sus profesores deben seguirla, estar atentos a

Danza franca

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Comportarse, liberarse, reprimirse. Portarse de una manera frente a un rostro hermoso. No desear lo deseado, no apetecer la piel que apetece. Sin moral, sin reglas, sin ética. Ganas de rebeldía y honestidad. Romper con todo, con lo necesario. Romperla con amor, con ternura. Sonríe, abre sus ojos. Me observa, yo a ella. No es una relación, no la que yo quiero, tampoco la que ella espera, creo. Incómoda depravación la que siento ahora. Elegante e inoportuna. Es una niña, yo no. Es una mujer, digo. Adulta, quiero decir.    Me gusta. ¿Yo a ella? No… No sé… No creo. A veces lo creo. Lo quiero creer. Miro sus fotos. Y espero no lo sepa. Pienso qué hacer. Quiero hacerlo. Conocerla, sentir su aroma, mojar su piel. No se puede, no puedo, no aquí. No ahora, no de esta forma, no en este lugar. La deseo. No se me pasará. Deberá saberlo. Tiene que. ¿Renunciar? Tal vez. No a ella, a la institucionalidad, eso es. Si vieses mi corazón –pienso ahora que te veo

Aguardaba su vida

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Aguardaba su salida. Debía verla. Tal vez hablar con ella. Habían quedado para esa hora y en ese lugar, pero con ella nunca se sabía. Podía no estar, podía irse, podía olvidar la cita o fingir no recordarla. Aguardaba su salida con algo de ansia. Sus sentimientos chocaban. No sabía si hablar, preguntar o acosarla. De ella quería saber. Siempre lo ha querido y ella nunca lo ha permitido. Siente que lo seduce y luego lo bota. Siente que lo busca y luego lo abandona. Siente que lo desea y luego nunca más piensa en él. Harto está de esta situación. Le carga una mujer vacilante y ambigua. Una niña que por hermosa lo utiliza para su ego y su estima. Hace de él un objeto funcional. Hace de su encanto por ella un juego de cabra chica. Siquiera un beso ha tenido. Menos su cuerpo y su corazón. Solo esperanzas, siempre esperanzas… Esperanzas que desgastan, pero aun así no logra abandonarla… No la odia por eso, pero le carga, le cae mal, le gusta, le apasiona. Al verla salir no pudo con s

Locaciones... Buscando-me

Cómo iba yo a escribir de ‘Locaciones. Buscando a Rusty James’. Yo. Que de crítico, nada. Y más encima pretender enviar esto a una especie de concurso de cinéfilos.  Cinépatas, mejor dicho. Y con la plena seguridad de, al menos, ser leído. Pero ahí estaba –ahí estoy- pretendiendo iniciar la crítica de un ensayo cinéfilo que un narrador hizo acerca de una de las mejores películas de F. Ford Coopola. De ‘La ley de la calle’ mucho no recuerdo, solo el rostro de Matt Dillon (Rusty) al caer al suelo golpeado en su cabeza. Recuerdo la sangre gotear hasta el suelo, pero la recuerdo en color y no en blanco y negro. Nada más, solo eso. Me impactó. Creo haber pensado que quería yo recibir un golpe como ese para caer el suelo de esa misma forma. Qué estilo para morir. Y más encima enfocado desde el suelo. Nada más que la vida puede ser una película –pensé-. Y sí. En ‘Locaciones’ aparece la escena. Tal cual. Y luego de aquello asciende el alma (o algo así) de Rusty mientras es robado en el ca

El hermano

Él, mi hermano, llegó un día en la tarde a mi casa. Yo había escuchado de él. No mucho, pero sabía de su existencia. Un día golpearon la puerta y era él. Preguntó por Alejandro. Yo le dije, ¿cuál de los dos, el padre o el hijo? Y señaló, ‘no importa, da lo mismo, soy tu hermano’. Así tal cual, con una perso enorme que nunca más mostraría. Él tipo éste venía en su viaje de joven a conocer a su papá. Tenía algo así como veinte años o un poco más. Yo respeté sus motivos, cualquiera haría un viaje así y para eso –pensé. Pero mi padre no lo pescó, honestamente, hay que decirlo. No fue para nada buena onda con él y tampoco le agradó mucho su presencia. A mí me encantó su actitud, pero ahora que lo pienso, pudo ser mejor. Pudimos ser mejores… Estuvo casi tres semanas. Paseamos al lago Chungará y el volcán Parinacota, también fuimos a la playa. No hubo tanta interacción. No hubo mayor cercanía. Se fue un día. Se despidió cortésmente y no volvió más. Nunca más supe de él… mal. Recuerdo que

Opciones

(…), a veces, pensaba que lo que tenía que suceder era que pasara el tiempo. Esa era la única solución real. Que Pablo creciera más, que tuviera una profesión, algo de dinero, independencia, un auto, nuevos amigos. Ojalá optara por algo creativo, analizaba en sus desvelos, pero también eso le daba miedo: dedicarse a crear no solo era peligroso, sino que podía conectarlo aún más con eso que no entendía del todo bien y que lo partía en pedazos. A lo mejor lo ideal fuera que Pablo estudiara una carrera que lo contuviera, que no lo frustrara, que le diera seguridad y horarios y anonimato. Aeropuertos (Alberto Fuguet, 2010, pp. 107 – 108)