Para respirar

Observar desde lejos.
Estancarse, sentarse y mirar.
Asumirse fuera y en estado de comodidad.
En estancia, calma, elegante agonía de quien solo piensa y solo a veces se sumerge en el mar.

Alejarse del presente.
Soñar, dislocar la conciencia, estar afuera mientras despiertas dentro.
Ir a lugares donde no existes, donde no estás.
Alejarse para sobrevivir, para respirar.
Pretender otra realidad.
Pensar en todo lo que no es.
Todo aquello que no fue, que fue de otra forma, que nunca sería, que sería, en realidad, siempre pensar en otra vida.
En aquella que no era, que no se tenía.
Pensar en la vida que no se tiene y vivir de acuerdo a ella.
Pensar en una realidad alterna, urbana, suntuosa, dividida.

La vida está llena de repeticiones.
Caminos que hacen vivir de sus recuerdos.
Senderos que se mezclan en recuerdos de viajes, terrenos, paisajes, apegos, malas épocas, amoríos y desenfrenos.
Ciclos y espirales.
Una y otra vuelta por todo lo que se olvida, por todo lo que has visto antes, a veces, otros días.
Ciclos que van y vienen.
Como los padres, los hijos, las familias.
Recuerdos de quienes te alejas para respirar.
Para hacer que tienes algo mejor en que pensar.
Para recordar-los o no ver-los más.
Ciclos de viajes eternos de desconcierto.
Despertando cada día con una nueva pregunta, con algo más que enfrentar, sin nunca entender por qué uno, otros, todos, hacen las cosas. Por qué yo –entre todos ellos- no me puedo encontrar.

Días que a veces tienen sentido y en otros todo es preguntas.
Y así han pasado un montón de años que nada han cambiado.
Como muchos, crecí bajo el azar de un contexto biológico y social.
Hice miles de cosas, dije todo cuanto pude, a veces callé, otras exploté gritando y me arrepentía de hacerlo.
No paré mucho.
Llegué a lugares sin conocerlos, sin nunca más llegar a ellos, sin nunca más verlos.  
Esa estancia entre la esperanza de cambiar la vida de la personas, la propia vida, mientras haces el juego del arriendo en el sistema.
Como si vivir fuese hacer algo –o cosas- que valga(n) la pena.
Que valgan los riesgos, los costos, las alegrías, las insolencias, los destierros y cualquier camino de obra personal que la voluntad te conduzca.
Se asume que el amor valdrá la pena.
Se supone que la sobrevivencia vale la honestidad de vivir sin certeza, sin ser, sin estar, sin decir nada que valga todas las penas que –se supone- son la vida.
Esa venta eterna a una supuesta realidad social.
La escuela, las compras, el pago de cuentas, las alarmas, el calendario y la felicidad de hacer todo lo que te entregue aceptación.
Desde que eres niño hasta que mueras.
Hasta la aniquilación de la culpa y la conciencia.
Sin ninguna certeza de qué fue aquello que hubo que hacer durante tantos días.

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