Trayectorias pseudo-significativas
1
Hombre, 26 años
Cometió el error de adaptarse a vivir
así. Hacerse el huevón, dar la razón a los demás, a todo lo que algo
pudieron decir. No se hizo cargo de nada. No aprendió
nada, nada completo, nada que
importara: ni historia, ni lenguaje, ni artes, ni ciencia, ni matemáticas, ni emocionalidad, ni sexo, ni espiritualidad,
ni religión, ni oficio, ni deporte, ni vocación, nada. Todo lo hizo
solo porque estaba ahí, porque andaba por ahí, porque ahí le tocó estar y debía hacer lo más simple, lo preciso y luego salir
rápido, huir.
Dejó a su madre porque era pesada, mala, estúpida y triste. Porque –ahora se daba
cuenta- era igual a él. Porque su depresión cotidiana caía mal, aturdía, acomplejaba. Le molestaba que ella no tuviese un poco de fuerza, que siempre sintiera que estaba enferma, que se iba a morir, que algo le iba a pasar. Y que, además, descargase todo eso consigo, como si hubiese tenido toda la culpa
de aquello. La dejó porque se
aburrió de sus simulacros, de ir a buscarla cada vez que se quiso suicidar. Cada vez que, justo
antes de intentar matarse, al verlo, se acordaba de que lo quería.
Ahora, luego de años, escribe para su mujer, solo para ella, no sabe
hace cuánto exactamente, pero sabe que desde que ella
está, desde que ella apareció, todo lo producido, lo hecho, lo bueno y lo malo,
lo hace pensado en ella. Es sin duda más importante que cualquier otra persona en
este momento de su vida.
No entiende bien su situación, su estado, el
desgano que se desvanece, el nuevo estado de su vida. El respiro que gana a la
retirada. Las ganas de vivir, de enfrentar todo lo que venga. Siempre fue algo
extraño, sí, pero ahora estaba siendo feliz.
Adora a su amor. Adora sentirse seguro abrazado a ella,
adora cómo lo mira, el aroma de su piel, cómo es ella con sus amigos, con las personas que la rodean, cómo es con su hija y cómo ha salido de todo lo malo que pasó en su vida.
Quiere abrazarla, observarla. Medio inseguro, sí, pero con el corazón en las manos y en la garganta, sin nada más que todo el amor que siente por ella, pidiendo en silencio
que no lo deje nunca y entregando su vida para cuidar de la suya y de su hija. Siendo ella el amor de su vida,
siendo él un hombre de verdad.
2
Pareja, 34 y 37 años
De entre recuerdos, solo recuerdan estar solos, que la soledad era el arma,
la trinchera, el camino a transitar. Sus
madres extraviadas, una muerta, la otra internada, nunca pudieron contar, nunca
pudieron aportar. Sus padres, siendo bastiones sobre la
tierra, nunca estaban. Lo de ellos era encerrarse a estudiar, a leer, a
pensar, escribir y tocarse mientras lo hacían. A mirarse con impúdica
elegancia. Estudiar para tener un poco de trascendencia, mínima que sea. Estudiar para explicarse,
justificar o fortalecer esas ganas –o esperanzas- que tuvieron
siempre de partir, de irse, de dejar de vivir, de tomar un tren sin
retorno, de recordar personas que no verían más. Todos, siempre, solo pasarían.
La realidad se construyó así, incompleta, ausente, frágil, vulnerable, anormal, extraña, penosa. Tanto que fue mejor no hablar de eso. Tanto que fue mejor –entre drogas varias y cero voluntad de cambiar sus vidas- dejar que esa persona, la hija de ambos,
creciera sola. Hoy no saben cómo arrepentirse de más maneras. Se
odian por lo que han hecho, se odian por lo que no han hecho. Se pasaron todos
los días pensando cómo hacer para arreglarlo, para ser felices, para sentirse bien,
volver a sentirse, realizarse, enorgullecerse. Para conjugar todo lo que debían corregir.
Tener al menos la dignidad de
recordarla.
Ahora son, además, abuelos. No debieron enterarse.
Y esa bola nieve se agranda tanto que parece que va explotar. Tensos, presionados,
hirviendo por dentro, peleando a diario, sin canales para soltar lo errado. Envejecen,
ahora dos niñas crecen y ellos aún ahí, sin poder aclarar nada. Sin grandes trabajos estables, sin el dinero suficiente, sin las condiciones necesarias, sin un hogar, sin poder disfrutar, siendo personas
extrañas que no se hacen cargo de su familia, personas
incompletas, inseguras,
irresponsables, displicentes, cobardes.
Pero ahora sus ganas de partir, de irse, de dejar
de vivir, se disipan. Tienen ahora algo que por fin los hace sentir grandes. Tarde, tarde, en extremo tarde, pero es así. La vida y los accidentes son así. Y no saben exactamente cómo, pero quieren hacerlo.
Quieren cuidarse, hacerse cargo de sus vidas, sentirse reales, fuertes,
personas importantes, personas que puedan aportar en la familia que tienen, en
aquellos que se lo merecen, que ningún daño han hecho y que ninguna culpa tienen de toda la inestabilidad.
No quieren estar solos. Quieren estar juntos. Quieren
poder preguntarse, hablar, saber qué piensan, pedir opiniones, saber si están bien o están mal, cómo hacerlo mejor, cómo avanzar. Todo lo que hicieron
mal antes, lo hicieron de huevones, de ignorantes, de enfermos. Si actuaron mal fue por miedo, porque estaban acostumbrados a escapar, porque detenidos, bajo
pena, no querían transformarse, no querían cambiar.
3
Mujer, 23 años
Vivió bajo distintos techos, todos diferentes,
ningún suyo de verdad. Deambuló entre sus tíos, abuelos, su mamá, sus hermanos.
Nada de su papá. Vivió como si nada importara. Creció amenazada, perseguida, abandonada.
Entre casas de amigas, de parejas, de distintas personas. Hogares, centros,
calabozos. Sobrevivir nada más fue su certeza. Siendo clara siempre
de su estado, de su vida. Algo no encajaba. Todo eso podía –debía- mejorar.
Siempre ahí, estática, parada, paralizada de miedo pensando que lo suyo
era imaginar, añorar, pero nunca poder
hacer. No era de las personas tranquilas y felices, las personas seguras y responsables, las personas que no se avergüenzan
de su vida o que no tienen repulsión de compartir con alguien. Sentía rabia,
pena. Era más bien triste, medio vulnerable.
Apenada por las historias de familia, de sus padres, de sus vidas, de lo inocentes y
malvados que llegaron ser. En ocasiones, las ganas de pelear y luchar y construir todos sus sueños
se ampliaban, eran relevantes. Tenía intensión, intuición, esperanza. Pero siempre faltó algo, algo que no tuvo, algo que está entre condiciones, apoyo, valentía, voluntad, decisión o, por último, suerte. Pero no. Ahí estaba esa medio maldita sensación de mortandad cotidiana, viviendo para percibir
la enfermedad y la muerte. Una realidad que señalaba que para ella nada de una buena
vida –así, ahí, ahora- estaba cerca.
No supo qué hacer ni qué pensar. No sabía si sentirse maricona, cobarde o aliviada. Era como si la
ausencia de su padre le autorizara a ser irresponsable, a no asumir, a no vivir de verdad, a no hacer lo que corresponde, que la sangre se junte, no
se derrame, se cuide, se proteja. No, lo de ella –su opción- fue escapar, fue, de
nuevo, pensar que no sería capaz de hacer algo bien. Ella quería ser madre, lo
había prometido, en serio, pero de pensarlo tanto lo dejó escapar. Y no supo y no quiso averiguarlo.
Ahora que estaba con él, que lo tenía a su lado, lo
miraba fijo, de frente. Nunca nadie la escuchó antes. Nunca tuvo confianza en un hombre. Nunca quiso a otra persona como para ser feliz. Nunca se habían pasado sus ganas de estar
sola. Hoy todo le parecía extraño, pero estaba pidiendo su compañía, implorando que
estuviese ahí, aceptando su propuesta de estar juntos y ser felices. No
quería escapar más. Quería luchar contra su historia, asumir la admiración y el
respeto que él le provocaba. Relajarse y fluir feliz solo
porque lo quería, porque se enamoró de él y porque por fin pudo confiar
en alguien.